Entre enero y abril hubo en España 187 muertes por accidente de trabajo. En ese juego de la perversa estadística, 1,55 accidentes mortales diarios. Sin embargo, ninguno de ellos ha sido tan mediático como el del brazo del panadero. Aquí no ha existido resultado de muerte, pero supongo que con los decimales sobrantes para alcanzar las dos muertes al día se remiendan amputaciones y tetraplejias.

¿Por qué la parte en lugar del todo? ¿Por qué no acordarse primero de esas viudas que depositarían su compungimiento, no en la Plaza de Mayo, sino en el andamio? Nos hemos recreado en el brazo enharinado, una articulación con vida propia, dedos como las patas de una tarántula, más propios de los inicios surrealistas de Buñuel. Una articulación emprendedora, que no podría ganarse el pan con el sudor de su frente desde que la cercenaron de su cuerpo. Los brazos no tienen frente. Algunos empresarios tampoco. El mantra farisaico de tirar la piedra y esconder la mano. Está visto que en estos tiempos todo es posible, incluso verter sus términos: tiramos el brazo y escondemos un pan duro, quizá cuarteado por los remordimientos.

Y luego llega el rédito político de las buenas intenciones, el permiso de trabajo al extranjero a cambio de su brazo, no tan distinto de los que en otros países racionan su desamparo vendiendo un riñón. Nuestra conciencia aún se lava en la limosna a los tullidos, como en la Corte de los Austrias. Cómo no, han existido notables avances en la seguridad de los trabajadores y sensatos empresarios que han visto en la gestión preventiva una inversión. Pero aún son legión aquellos para los que la integridad de sus empleados les importa un carajo.

* Abogado