En la religión tradicional nos encontramos con celebraciones que, como la del Cuerpo del Señor, configuraron nuestra vida social. La festividad, la de mayor solera, si exceptuamos la Semana Mayor, no es sino la cima del ciclo que comenzando en ella cierra la cincuentena de celebraciones de Pascua, pretendiendo exaltar la unidad e igualdad, como signo del Cuerpo Místico, siendo la Eucaristía el instrumento para dicha transformación y el camino de la vida natural a la nueva de la gracia.

No serían pocos los cristianos que, en plena Edad Media, sintieran el irrefrenable deseo de adorar a la Hostia consagrada, a la que siempre contemplaron como el verdadero Cuerpo del Señor, en contraste con cuantas doctrinas fueran difundidas por Berengario o por los cátaros-albigenses y que, de una u otra forma, negaban la presencia real de Cristo en aquella.

Odón, obispo de París, mediante un decreto ordenaría a sus fieles que practicaran la devoción a la Sagrada Forma, de acuerdo con la inveterada costumbre que ya existía en su diócesis, lo que contribuyó a que se pudiera asentar la fiesta del Corpus Christi, instituida por el Papa Urbano IV en 1264 para celebrar el jueves siguiente a la Octava de Pentecostés, siendo confirmada en el Concilio celebrado en Viena por Clemente VII en 1311, aunque no sería hasta seis años más tarde cuando el pontífice Juan XXII le añadiera la conocida procesión, con el Cuerpo del Señor, que todos conocemos y cuyos antecedentes más inmediatos habría que buscarlos en la que con el Santísimo, en 1279, se celebrara por las calles de la ciudad Eterna. Desde aquel mismo momento, quedaría arraigado su culto en tierras andaluzas, con un sólido carácter festivo que prevaleció, incluso, sobre lo majestuoso y solemne. Fueron las propias palabras del referido sucesor de Pedro quien lo hizo posible cuando en su bula sostuvo aquellas otras bellas ideas, tan universales por otra parte, de "canta la fe, dance la esperanza, salte de gozo la caridad", vocablos que aquí pronto se interpretarían con tal literalidad que ni tan siquiera el Concilio de Trento los hubo de censurar al referirse a la Eucaristía, ya que por el contrario cooperaría con la afirmación del misterio, en contra de las ideas sostenidas por Zwinglio, quien negó la presencia real de Cristo, o de las propias de Lutero y de Calvino acerca del carácter de sacrificio de la misa, el sacerdocio de Cristo o el institucional y jerárquico dentro de la Iglesia. El culto se institucionalizaría a través de la devoción a las llamadas "Cuarenta Horas", uno de los ritos más populares de la llamada Contrarreforma, pero que ya venía celebrándose desde fines del Trescientos. Su devoción, lo mismo que la del Santísimo, se difundiría por todo el orbe católico y su conmemoración contribuiría sobremanera al esplendor de las fiestas y comitivas del Corpus que hoy conocemos. Desde aquel momento, comenzaron a engalanarse las calles del recorrido por donde habría de pasar la procesión, siendo en Trento cuando se le dio ese carácter contrarreformista que en muchos lugares aún se mantiene, en el que se pondría de manifiesto el triunfo de la verdad sobre la herejía, relevancia claramente expresada durante la Modernidad. Era la ocasión para la convocatoria de la ciudad nueva, como símbolo de los que ya habían hecho el camino y de quienes aún faltaban por concluirlo, extendiéndose la idea medieval de que la sociedad era un solo cuerpo, en el que cada estamento representa un órgano, siendo el cortejo un retablo vivo de aquel en el que no faltaban la Iglesia jerárquica, las cofradías de menestrales, así como otros santos y personajes de la urbe. Con el Corpus se culmina la historia del riesgo del amor que se instituye en la Ultima Cena. Es por ello, por lo que Jesús muere; su querer se muestra así a los creyentes, cuando toma el pan y lo parte para que pueda ser compartido. Con la Eucaristía todos los creyentes recordarán que Jesús está con ellos como uno más, a pesar de que haya quien aún lo cuestione y que ésta sea el centro, núcleo y cénit del ser de la Iglesia, siendo hoy un rito aburrido e irrelevante por mucha cosmética con que pueda adornarse. Jesús es pura Eucaristía, como su propia vida, que se nos dio con un mensaje liberador partiendo, compartiendo y repartiendo su propio yo.

Eso al menos es para mí hoy el significado de la Eucaristía, la mejor entendida y no la de templos ni altares de sacrificio que devoraron la mesa para partir el pan y repartirlo a quienes no lo tienen aún, o para compartir con ellos la existencia, la creencia y la palabra como única prueba de que aún El está aquí. Hoy la sociedad excluye del ágape a la inmensa mayoría de la humanidad. Por ello, se hace cada vez más perentorio crear las necesarias estructuras para que todos podamos compartir los bienes del banquete, no sólo desde los poderes públicos, sino también desde lo más íntimo de nuestro propio yo.

* Catedrático