Adrede evité evocarlo en su décimo aniversario, cuando la primavera su tea enciende de fragancias apuntando a mayo. Lo hago ahora, cuando el sol aletea como pájaro sobre las jaulas del huerto donde, impregnados por el lirio y la buganvilla a la sombra del vetusto laurel y el limonero, tantos instantes pasamos juntos, al igual que en Anqueda 3, entre recuerdos y libros de museo, adosados al estudio y a la serena belleza de un patio con pozo de férrico pretil, junto al decapitado togado y donde basas y fustes marmóreos resplandecían con decrépitos capiteles visigodos o con un sinfín de vasijas, como testigos de vida que, para la preñada flora cuidada como hija, daba el agua. Patio popular, que el añorado Rafael Pineda perpetuase al quedar listo para el concurso que a Paco ilusionó. Porque, Francisco Jiménez García , maestro en decorativas y plásticas artes, amigo de Concha y mío, fue ante todo un entusiasta de cuanto tradicional pervive en esta urbe, la ciudad universal que le viera nacer cuando la guerra alcanzó su fin. Su lengua la mantuvo siempre afilada para quienes en almoneda la malvendían. Tanto la amó, que pasó a firmar con su apelativo, como Jiménez de Córdoba. Su característico andar con el bastón, el uso de la cachimba o del personalizado traje de larga americana y chaleco, con áurea cadena y reloj, lazo al cuello, capa y sombrero, lo que le daba porte de hacendado colonial de otra época, con una identidad tan peculiar que a nadie parecía indiferente. El y su buen hacer, como amante de antigüedades y costumbres populares, me dejó una imborrable marca, también la gratitud infinita hacia su persona; lo mismo que generosa fue su aportación a la imaginería, así como a la restauración o la pintura, de la que podrían dar fe artesanos y anticuarios y, entre ellos, Enrique Santos o el ebanista ermitaño de la calle Montero, Rafael Villar , o los hijos de éste, Mariano y Rafael , del que tanto aprenderían mientras vivió, y Jesús , el tapicero, Pepe Jiménez , el charolista y tantos que le respetaron, como fuera el caso de Miguel Salcedo, Manuel Garrido, Pepe Cruz , su amigo Guillermo Puya o el de sus discípulos, Antonio y Gabriel , sobrinos de su llorado maestro. Los palaciegos muros de la Escuela de Artes fueron testigos de sus inicios, si bien pronto trabajaría para el imaginero y restaurador Antonio Castillo Ariza , con el que permaneció entre 1954 y 1971, coincidiendo allí con Miguel Arjona, Pepe León, Paco García y Aurelio Sanchiz . De sus manos saldrían tallas notables y, entre ellas, un niño Jesús para la iglesia de Espiel, firmado en la planta del pie, o el crucificado que hiciera años después y que se venera en el Estado de Florida, en la parroquia Príncipe de la Paz de Sun City Center. Trabajó con sus compañeros en los tronos de las Angustias y del Rescatado y, como restaurador, contó en su haber con un amplio historial, debiendo mencionarse, entre otros muchos, sus trabajos que para la diócesis le encargara monseñor Laureano Castán , obispo de Sigüenza , donde se ocupó durante la década de los pasados setenta, tanto en el museo diocesano como en el cenobio de clarisas de Santa María de las Huertas o en la Mayor, imagen patronal de dicha población de Guadalajara. En nuestra ciudad, su buen hacer se plasmó en pinturas y restauración para particulares, instituciones y un sinfín de iglesias, entre ellas, la Catedral, las Esclavas o la iglesia de Villaviciosa, sin olvidar el museo diocesano y las realizadas para El Churrasco o el Círculo de la Amistad. Institución en la que restauró los Cinco Sentidos de Díaz Huertas y, con Rafael Serrano , la obra que allí colgara Julio Romero de Torres . Dominó el dibujo, así como estilos diferentes y técnicas, llegando a participar en diferentes exposiciones. Huella dejaron sus trabajos, algunos pasaron incluso por antiguos, al igual que las ilustraciones en libros y artículos de prestigiosos escritores, siendo sus cuadros de costumbres y de aves los que alcanzarían una mayor proyección en colecciones relevantes, como la de Prasa o la Ducal de Alba. No existió artista que plasmara con tanta facilidad de memoria iglesias como la de San Lorenzo o Santa Marina, y esquinas o fuentes como la de la Piedra Escrita y la Fuenseca, así como personajes o aspectos varios de la Sierra y de la cultura tradicional cordobesa, que tanto amó hasta su óbito, como se aprecia en su ingente obra. El era la ciudad y le bastaba. Por ello, merecería ser reconocido por todos, como ya se indicara en el homenaje que, en marzo del 2000, casi un centenar de artistas le tributáramos en el Centro Comercial Zoco. Evocación que el Consistorio de esta ciudad espero nunca olvide y al que sugiero que Anqueda, su calle de las Costanillas, donde con los jazmines la blanca cal de su tapial persiste aún teñida con el añil del cielo de su solar patricio, en adelante, sea conocida como la del pintor Francisco Jiménez de Córdoba.

* Catedrático