Si Cristo no resucitó, vana sería pues nuestra fe en él. Fue al menos lo que Pablo de Tarso , en una de sus famosas cartas, les diría a los Corintios. No cabe duda de que la Resurrección de Jesús es lo que da sentido al cristianismo y no su muerte. Digo esto, porque el martes pasado, cuando a buen seguro otros conciudadanos nuestros se hallaban viendo los cortejos penitenciales del referido día de nuestra Semana Mayor, en una explosiva primavera para nuestros sentidos, Concha y yo aprovechamos para hacer algunas de nuestras habituales compras de la semana, que nos llevaron hasta un centro de alimentación, cuya matriz se ubica en Alemania. A punto ya de pasar por caja, ella misma reparó en unos huevos y conejos de chocolate, envueltos en papel de plata y con un lacito al cuello, que pronto pasarían a engrosar nuestra particular cesta de la compra. Seguro que, en aquel mismo instante, en modo alguno, reparó en que lo que acababa de introducir en el carro era todo un símbolo de la fertilidad, cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos, remontándose hasta la antigüedad y que, en buena medida, se conecta con alguna festividad anglosajona, ya que el conejo se asocia con Eastre , diosa a la que en época pretérita se le dedicaban celebraciones durante todo el mes de abril.

Gradualmente, y con el paso del tiempo, dicha imagen fue introduciéndose entre las costumbres que se asocian con nuestra Semana Santa. Desde antes de la centuria del Ochocientos ya se elaboraban en Alemania los conocidos conejos de chocolate, que ahora consumimos en otras partes del mundo, dando origen a tan singular leyenda popular. Se cuenta que un conejo se hallaba escondido mientras presenciaba el momento en que al Galileo crucificado se le daba sepultura para siempre, en el espacio cedido por su amigo José de Arimatea . El conejo se quedó viendo todo el rato el cuerpo de Jesús, mientras los deudos y amigos del difunto le lloraban. Así pasó horas enteras, hasta que, en los días siguientes al enterramiento, el conejo presenció cómo aquel hombre desconocido para él resucitaba, comprendiendo que debía ser el Hijo de Dios, por lo que decidió avisar del prodigio producido, tanto a los familiares del difunto, como a cuantos por él viera en su momento llorar. El problema fue cómo les avisaría a todos, puesto que no podía hablarles a ninguno de ellos, decidiendo entonces llevarles un huevo pintado, signo para los egipcios, también para otras culturas de la antigüedad, de resurrección que, en ocasiones especiales, eran regalados con originales y multicolores decoraciones. Desde entonces, cuenta la leyenda, el conejo sale cada Domingo de Resurrección, con el fin de dejar en las casas dichos huevos, que rememoran que Cristo resucitó de entre los muertos y que habita entre nosotros. Por eso, los días de Pascua de Resurrección, los cristianos aún se los regalan, costumbre muy conectada con aquellas otras que celebramos los andaluces en algunos de nuestros pueblos y ciudades, con las salidas al campo en romería, mientras para celebrarlas se toman los tradicionales hornazos, en los que no suele faltar el huevo cocido. En otros lugares, como en San Sebastián de los Ballesteros o en La Victoria, entre otros más, durante dichos días es una secular costumbre que los niños porten los huevos cocidos, pintados pos sus propias madres. Asimismo, en el primero de dichos municipios, también tienen lugar las peleas de huevos, consistentes en chocar dos de ellos hasta que uno se casca, que pasa entonces a ser propiedad de quien lo rompe. Podrían ser más las tradiciones que se conservan entre nosotros y que podríamos comentar en relación con la Resurrección del Señor, como podrían ser las procesiones del "encuentro" o bien la pérdida de huevos en los jardines para que los niños los encuentren, base de esta otra conocida leyenda del conejo de Pascua, a la que hoy nos referimos cuando nuestra Semana Mayor ya concluye. Fiesta y celebración poliédrica, con miradas diversas, pero que no es de muerte, sino de alegría por vivir, en una sensorial puesta en escena en la calle. Es una celebración compleja que, para entenderla de forma global, habría que analizarla no solo desde la óptica religiosa, que la tiene, sino también desde las otras perspectivas existentes. Además, nuestra Semana Mayor presenta múltiples niveles de significación, ya sean teológicos, litúrgicos, artísticos, económicos, personales, psicológicos, sociológicos o antropológicos que reafirman la vida de manera tan tradicional y peculiar como barroca. Pero esta fiesta de la vida, que representa una plástica de muerte y de resurrección, tiene en ello su grandeza, su belleza y también, por qué no decirlo, lo sublime de la propia contradicción de cualquiera de las celebraciones que durante estos días han tenido lugar en Andalucía y también, cómo no, en otros lugares de España.

* Catedrático