Semana Santa --pregonaba en mi pueblo-- que viene a ser como la reencarnación de todos los tiempos, de todos los hombres y mujeres de pueblos y ciudades que, con su peculiar personalidad, fueron perfilando esta singular forma de entender y celebrar, entre nosotros, la Semana Santa. Tañe la campana del convento, y en las calles, en las casas... la tenue luz del alba comienza a desbaratar el sutil halo de la madrugada. Es Viernes Santo. Ya Jesús ha sido azotado, coronado de espinas, condenado... Ya, Nazareno que camina roto bajo el peso de la cruz, es solo mirada que nos sale al paso en agonía y nos lacera el alma y nos silencia en palabras que se tornan suspiros y soledad en el esplendor de luces en primavera. ¡Qué solos nos sentimos los hombres! ¡Qué grande, Jesús Nazareno! "¿Cómo a los hombres, Señor, sonríes/ mientras sollozan tus sentidos/ y te azotan los lívidos silbidos/ que estampan la columna de rubí?/ ¿Cómo es posible que tu amor confíes/ a los hombres, Señor, endurecidos. Y cómo de tus labios doloridos/ el ámbar dulce del perdón deslíes?". Y cuántas lágrimas derramadas al repique del tambor. Son los recuerdos de otros tiempos, los años vividos que nos hicieron crecer en tradiciones, ausencias de seres queridos que nos precedieron y que otros Viernes Santo, presencia viva, estaban allí, como están los naranjos, como sigue, y nos embriaga, el azahar en primavera. "Lágrimas hay en el aire/ reflejos de luna verde/ mi Dios con temblor de cirios/ por la calle viene". Y tras el pregón, incienso, saetas, banda de música y lo más importante: un pueblo unido. Sí, mejor sin política, sin lazos: a Dios lo que es de Dios, Cada cosa a su tiempo y en su lugar. Que todo el mundo se ponga los lazos que quiera y cómo quiera, pero salvemos de disputas y enfrentamientos nuestra Semana Santa, semana de todos.

* Maestra y escritora