El próximo 9 de abril, cuando las fragancias del azahar y del incienso hayan impregnado ya nuestros pueblos y ciudades, en uno de los tres jueves que para la tradición católica resplandecen más que el sol, se cumplirán cuatrocientos años de uno de nuestros más luctuosos sucesos, tal y como fue decretar la expulsión de la minoría de españoles moriscos, precedente para el Viejo Continente de lo que supondrían siglos después sus ya conocidas limpiezas étnicas.

La gravísima medida política tuvo también trascendencia en lo socioeconómico, tanto para la población como para la agricultura en la crisis del Seiscientos, por el despoblamiento que produjera durante el reinado del católico Felipe III , pero venía ya de lejos, ya que habían fracasado cuantos intentos se hicieran para una eficaz integración, habiéndose convertido en un quiste poco digerible para la sociedad de su tiempo. Con lo acontecido, entre los años 1609 y 1614, comenzando por Valencia, de donde fueron desplazados más de 170.000 almas en el plazo de tres días, y continuando, en enero de 1610, con el extrañamiento a Marruecos de 80.000 andaluces, dispersados previamente de Granada, tras la sublevación de 1567, y otros 70.000 aragoneses, en mayo de ese mismo año, además de muchos más, procedentes de Extremadura, del Reino de Murcia y de ambas Castillas, se cerraba un paréntesis abierto en el 711, con la llegada de los musulmanes a la Península.

Los pocos moriscos que se quedaron pronto demostrarían su condición de cristianos y no tardarían en ser asimilados por el resto de la población. Atrás quedaron años de sublevaciones por la presión fiscal, confiscaciones de tierras como consecuencia de la revisión de títulos de propiedad, la presión de la Inquisición, o bien el rechazo popular por presumirse en ellos no pocas complicidades con los piratas berberiscos. Todos los intentos de integración pues, tras la conquista del Reino de Granada en 1492, obtuvieron unos pobres resultados. En 1525, el emperador Carlos les concedería un plazo de poco más de un mes para que abandonasen sus costumbres, lo mismo que hiciera después su hijo Felipe II , en cuyo reinado se sublevaron en el Reino de Granada, fracasando en la capital, pero no en las Alpujarras, desde donde lo hostigarían durante un par de años. Muchos de aquellos granadinos fueron aniquilados y los que sobrevivieron al conflicto fueron esclavizados o deportados. De todos los proyectos que se les formularon, como las doctrinas especiales, las ejecuciones de líderes o la dispersión de sus núcleos poblacionales, solamente al final se encontraría viable el extrañamiento, bien visto tanto por gobernantes, al considerarlos una quinta columna del posible invasor turco o francés, como por el pueblo o la Iglesia, que en la práctica creyó imposible su conversión al catolicismo. Tan sólo la nobleza tuvo motivos para su permanencia, sobre todo en la Corona de Aragón, en cuyos señoríos muchos trabajaban. La cruzada en su contra fue objeto de duras controversias. Algunos se opusieron a la expulsión, proponiendo incluso una asimilación paulatina como quería Roma, si bien los elementos más obcecados de nuestro episcopado demandaron la servidumbre, la esterilización y la deportación a la isla de Terranova. Hubo incluso, como recoge García Fajardo , algún prelado proponiendo, para evitar que renegaran a la fe católica, cuando tras la expulsión llegaran a las costas de Argel y Marruecos, tal y como lo sostuvo el Consejo de Estado como algunos de los mejores lugares para su destino, que lo más caritativo podía ser hacerles embarcar en navíos desfondados, a fin de que al naufragar todos pudieran salvar sus almas. Si injusta fue la expulsión de los judíos en 1492, por parte de los Reyes Católicos, igual lo fue la de la población de origen árabe, convertidos al catolicismo en 1502 forzados por la Pragmática del cardenal Cisneros, y desalojados años después, tanto de su honra como de sus posesiones. Por ello, la celebración del IV Centenario del confinamiento de aquellos otros herederos de los mudéjares medievales, bien podría convertirse en una oportunidad única para reconciliarnos con nuestra propia historia, al igual que, en 1992, lo fue la celebración del Quinto Centenario de la deportación de quienes en nuestro país practicaran la ley de Moisés . Hay oportunidades que sólo se presentan una vez. En el siglo XVII, no pocos españoles hubieron de habitar otras tierras, mientras añoraban a su antiguo pueblo en la Península Ibérica. El Gobierno de Zapatero , como ya apuntara José Manuel Fajardo en un artículo reciente, bien podría transformar la conmemoración de 2009, de uno de nuestros más desdichados acontecimientos históricos, en un espacio de encuentro con el mundo islámico, en el marco de la Alianza de Civilizaciones, para así poder activar diversas políticas entre poblaciones de ambos mundos. Deuda que por justicia habríamos de pagar.

* Catedrático