El chiringuito de playa -como los puestos de caracoles- tiene su origen en la economía de temporada, cuando la familia típica española -la necesitada, la falta de recursos, la casi hambrienta- se las ingeniaba como los maletillas y veía en el verano la ocasión de hacer su agosto. Unos postes, unas lonas, unos frigoríficos de alguna marca de cervezas, unas mesas alquiladas con tapetes a cuadros y una barca en desuso, varada de vieja, llena de arena para asar espetos eran elementos suficientes para rentabilizar la playa en aquella época en que las suecas convirtieron Torremolinos en un infierno de deseos solo asequible a la otra España, la rica, y a parte del extranjero. Luego, después de que Fraga se bañara en Palomares y Los cinco latinos le cantaran al turista un millón 999.999 las costas españolas se desperezaron de su sueño desperdiciado y los más listos intuyeron el filón. Al tiempo que las grúas y el cemento se instalaron en las orillas del mar para conquistar una riqueza salada los chiringuitos fueron mudando su faz de la España con fatigas por la otra en la que las comodidades eran ya una exigencia. Poco a poco la playa se convirtió en una especie de cártel y los de siempre se sintieron Colones con derecho a pernada y a romper el paisaje según conviniera a su bolsillo. Los chiringuitos crecieron en puestos de trabajo que si ya no eran sólo para españoles las sobras las coparon moritos de patera, sudacas de habla cálida y rusos albinos. Lo mismo que hiceron alemanes e ingleses en su día pero empezando por el escalafón más bajo. Al final, la avaricia hizo explotar la playa. Está bien la Ley de Costas y que Europa nos tire de las orejas. Pero los chiringuitos en Andalucía son dos mil y 40.000 personas trabajando. Que la ronda la paguen los culpables pero que no nos los cierren.