Las cuentas del Estado sufren el mismo problema que muchas empresas y las familias: los gastos superan a los ingresos, aunque de momento no les alcanza el otro mal común, la restricción del crédito. El déficit público de las administraciones españolas alcanzó a final del 2008 el 3,8% del PIB: en un año se ha pasado de una recaudación superior al gasto a un déficit que sobrepasa la línea roja del 3% que marca el tratado de Maastricht para los países que comparten el euro.

Es malo, pero no tan grave. Por dos razones. Porque hay precedentes de que otros países han superado ese límite y la Comisión Europea ha hecho poco más que exigir que se corrija esa desviación. Y también porque en un período de crisis global ese alejamiento refleja simplemente la entrada en un ciclo bajista, que siempre deriva en menor recaudación y mayor gasto social. Cuestión aparte es el reproche, justificado, que puede hacerse al Gobierno socialista sobre cómo ha utilizado la recaudación de más, con decisiones tan controvertidas como el cheque-bebé.

El aumento del déficit es socialmente necesario. Aunque no debe convertirse en crónico, entre otras razones porque significa más endeudamiento de España en los mercados financieros, a un precio alto por la escasez de dinero fresco, y porque la factura final la acaban pagando las siguientes generaciones.

Recesión y déficit ya van unidos. Cómo afrontarlos, si con más gasto y deuda o con menos impuestos y servicios, es lo que debería marcar el debate político.