Respiré a fondo y noté cómo me iban cayendo las lágrimas", dice el antiguo senador norteamericano George Mitchell en su libro Making Peace . Describía el día en que se firmó el acuerdo de paz de Belfast, ese 10 de abril de 1998, obtenido después del largo proceso que él mismo lideró, enviado por la Administración de Clinton . Pocas personas llegaron a ser tan apreciadas y admiradas por todas las partes, tanto por católicos como por protestantes, tanto por los grupos moderados como por los más radicales. Una de las lecciones que Mitchell aprendió de la experiencia irlandesa es que llegar a un acuerdo era importante, pero hacer que el progreso de paz no se detuviera exigía la misma atención. Especialmente, convencer a los más radicales de no retirarse, algo que repitieron en varias ocasiones, y que se dieran cuenta de los beneficios de la paz, tanto a corto como a largo plazo. Así, uno de sus méritos más importantes fue contener los sectores más militantes con sus demandas, a menudo conflictivas.

Gerry Adams , líder del partido más radical nacionalista irlandés, se refería a Mitchell en el diario The Guardian hace pocos días: "Hacía que nos pudiéramos concentrar en el detalle y hacía el trabajo más productivo. George pasaba más tiempo que nadie en las reuniones. Recuerdo su buen carácter, sentido del humor y tolerancia, virtudes que seguramente le ayudarán mucho en esta nueva experiencia". Nominado al Nobel de la Paz en el 2001, otra Clinton lo envía ahora a pacificar, esta vez, Oriente Próximo. No podía haber elegido mejor.