Familiares y amigos de Rafael Rey Cerezo hemos sentido estos días la desgarradura del alma con motivo de su muerte en Córdoba. La muerte, aun cuando contemos con ella, nos deja siempre atónitos, sin respuesta. Pero cuando se trata de un joven en su primera madurez o de un niño que comienza a estrenar la vida, su muerte presenta un rostro escandalosamente absurdo. Aceptamos más resignadamente la muerte si entendemos que hemos cumplido nuestro plazo vital y es hora ya de dejar sitio al nieto o al bisnieto. Es como cederles un puesto al sol, mientras nuestras vidas declinan ya hacia la sombra. Mas si las cosas ocurren al revés, y son los niños o los jóvenes los que mueren en brazos de sus padres o de sus abuelos, ¿cómo explicar tan azaroso desorden?, ¿cómo no rebelarse contra este infortunio? Porque los padres están hechos para cuidar de la vida, no para llorarla, y los jóvenes para recoger gozosos la herencia de sus padres y hacerla fructificar. ¿Por qué? ¿Para qué? Nuestras preguntas se agitan entonces como lanzas que rebotan en el vacío... El desgarrón del alma parece una sima, que amenaza tragarnos en el sin-sentido. Así nos hemos sentido con la muerte de Rafa, cogido en la trampa de un accidente estúpido por una muerte alevosa, que ha venido a segar un árbol ya en la madurez de sus frutos. Rafa era un joven que seducía por el brillo de su existencia: sencillo y tierno, apuesto y elegante, bondadoso, generoso, entregado fervientemente a su quehacer, uno de esos jóvenes empresarios que saben conjugar la dirección de la empresa con el trabajo cotidiano al pie de tajo. Había encontrado su vocación y se entregaba a ella con el mismo entusiasmo y fruición con que bebía a grandes sorbos la vida. Rafa había heredado de su rama materna una elegancia innata, la delicadeza de trato y la discreción; y de la casta paterna, la sabia voluntad emprendedora y el culto al trabajo, y esta doble herencia la había fundido en el molde de una personalidad seductora y atrayente con cierto aire romántico de vida. Todo lo ha truncado la muerte codiciosa en un instante. Su vida, dinámica y ascendente, como la ruta de un lucero, se ha precipitado bruscamente en la noche. ¿Cómo no acudir con rosas y lágrimas, como las que he visto florecer de continuo en el reciente funeral en la iglesia cordobesa de La Trinidad? Nunca he visto en el rostro de la gente tanta consternación, que crecía como una marea de tristeza. Por desgracia, a muchas familias les ha ocurrido algo semejante, y pueden aplicar a su caso la música, al menos, de esta historia.

En el desgarrón del alma, se siente de otro modo distinto al habitual. El desgarrón viene a rasgar el velo de la vida cotidiana, prendida en la rutina de la costumbre, y de pronto nos hace ver el valor de lo que se ha perdido. La vida humana es precaria, vulnerable y finita, y el desgarrón nos amonesta a cuidarnos de ella con esmero, a buscar lo que realmente merece la pena... El dolor tiene esta función purificadora de hacernos ver. En el placer nos gastamos, pero en el dolor maduramos para encarar lo esencial de la vida con una resolución definitiva.

El desgarrón del alma revela además la dimensión espontánea de solidaridad que provoca la desgracia humana. El dolor congrega, reúne con la voluntad de acudir a rellenar este horrendo hueco que amenaza con tragarnos. Entre los testimonios más bellos y consoladores de estos horribles día, quiero destacar la lección de solicitud de los amigos de Rafa, que se han esforzado, en medio del dolor, por dedicarle la última atención, el homenaje de afecto que estaba en su mano. Ahora que tanto se desconfía de la juventud y se la tacha con frecuencia de frívola y liviana, la noble lección de amistad que nos han dado estos jóvenes será imborrable. El desgarrón, por último, hace nacer, en el seno mismo de la familia, en la pareja, en los padres y el hermano, que comparten tan gran dolor, una nueva forma de amor, más intenso y espiritual, que hace más sólido y profundo el vínculo de convivencia.

En lo demás, el desgarrón del alma nos sitúa ante preguntas últimas, de difícil respuesta. Para unos, es la ocasión de dar el salto a la fe consoladora y acogerse a la confianza de que tanto dolor ha de tener algún sentido. Para otros, la ocasión de una resignación estoica, aceptando con dignidad, sin romperse, los golpes del destino. Tal vez quepa también una actitud resignada y esperanzada, dubitativa pero interrogativa, como sonaba en los versos de Antonio Machado :

¿Los yunques y crisoles de tu alma/trabajan para el polvo y para el viento?