Cuanto más potente es el mundo, más impotente es el hombre. La ambición, la injusticia, la desigualdad, ahora la crisis... son termómetros que miden la impotencia que crece en espiral en el ánimo de los indocumentados del poder y la riqueza, entre los ciudadanos de a pie que ven con qué fruición maldita se encadena la muerte con la miseria, la opresión con la violencia y el odio con la masacre en las crónicas de los medios de comunicación.

La humanidad tienen hoy recursos, dinero, poder y tecnología para mejorar el planeta, acabar con el hambre y las guerras, superar todas las fronteras y soñar con los pies en la tierra, pero no hay manera de que algo de esto ocurra. Frente a esa frustración, solo queda impotencia.

Es la impotencia de no poder conocer, ni comprender, ni ayudar, ni resolver...; la impotencia de tan siquiera poder avanzar hacia el encuentro con el hombre desnudo de ambiciones destructivas, nacionalismos sanguinarios, religiones guerreras o rencores infinitos. Occidente contempla desde primera fila de butacas, con espanto moral, un espectáculo que roza el holocausto y el genocidio de un pueblo, el palestino, masacrado por un Estado cruel y consentido, y dirigido en Gaza por el fanatismo suicida y ´redentor´ de una organización terrorista.

Desde aquí se observa un panorama infinito de impotencias, que empiezan por las angustiosas imágenes que nos llegan cada día, la voluntariosa y frustrante diplomacia europea, la culpable displicencia americana, la escandalosa debilidad de Naciones Unidas o la ofensiva indiferencia del resto del mundo. La esperanza ni llega ni se le espera, y la solidaridad, ni sabe ni contesta, porque, sí, grita, pero no suena.

La capacidad de adaptación del hombre llega hasta el límite de acomodarse a su propia impotencia con imposturas éticas que adormecen la conciencia y asientan el estómago con cuatro pancartas y otras tantas proclamas.

Con tregua o sin ella, con alto el fuego o sin él, la masacre de Gaza debería ser para espectadores y manifestantes uno de los ejemplos más vergonzantes de la impotencia colectiva de Occidente. Tal es el escarmiento con el que el mundo civilizado ha asumido ya su propia incapacidad para afrontar los retos de la miseria, el hambre, las guerras o la explotación infantil que los ciudadanos ni esperan ni reclaman ya nada de sus gobiernos. Solo miran y, con sus propinas, sostienen el candil con el que las ONGs alumbran y alivian en lo que pueden estas y las otras muchas vergüenzas del mundo.

La impotencia, en definitiva, tiene múltiples caras. Estos días la hemos visto en el rostro de un niño marcado con las legañas de la muerte, en la humillación de un dirigente mundial como Ban-Ki Moon , aceptando sumiso, con protesta de boca chica, el bombardeo de la Agencia de la ONU para los Refugiados, y en innumerables escondites de palabras, en los que se refugia y se refleja la más común de las impotencias bajo la sonora coartada de discursos solemnes o artículos rimbombantes que, al final, no sirven para nada. Como éste, por ejemplo.