La memoria es el lugar íntimo y sagrado donde guardamos nuestra esencia. Por eso suenan casi a frivolidad frases hechas como "borrón y cuenta nueva" o "dejemos en paz a los muertos", que huelen a subterfugios o a salidas por la tangente. Contrariamente a lo que se pueda pensar en esta época, no somos androides digitales, ni estamos hechos de Internet, Youtube o Twenti. Somos lo que siempre ha sido el género humano: un compuesto de experiencia y porvenir. Si borramos lo primero de nuestra vida nos convertiremos desgraciadamente en enfermos de Alzheimer, una pesadilla que sufren quienes asisten a los que la enfermedad les hizo perder la memoria. Si el ser humano pudiese vivir sin ella probablemente el calendario no contemplaría el día de los difuntos como una de las fechas señaladas en el corazón. El futuro es el desenlace de la crisis, el presente es el afán por superarla y no morir en el intento. Pero el pasado, que está en nuestra memoria, son vivencias de, por ejemplo, un plato de carne con tomate una noche en el brasero al lado de tu madre cuando ella vivía y tú eras chico. O una conversación con tu padre, todavía en vida, hablando del intento de golpe de Estado del 81. O el recuerdo de tardes casi de relente atado a la mano de tu padre por los campos de tu infancia. Y, pasado el tiempo, el sabor de los besos contados en arrebatos de juventud o los domingos por la mañana sin estudiar en un piso de estudiantes con litronas y tapas de crisis. La memoria está en los barrancos de la carretera o en las fosas del olvido de los cementerios. Gracias a la memoria nuestros muertos no han muerto del todo y sabemos con qué vivos no nos podemos volver a gastar los cuartos. Sin la memoria viviríamos indefensos. Quizá por eso se empeñen en borrarnosla.