Vivimos hoy etapas problemáticas y conflictivas. Ya no se nombra ni a Platón ni a Aristóteles , que siempre defendieron la comunión entre la ética y la política, para explicar las turbulencias contemporáneas que afligen a la sociedad global; por supuesto, la ciudadanía española no es ajena a nada de lo que le afecta, como consecuencia ineludible, procedente de la agitación mundializada.

Pero dentro de ese contexto colectivo, los gobiernos de los diferentes países sufren una apoplejía política producida por una hemorragia de recursos incontrolados, por una trombosis decisional y por una embolia de sus iniciativas, conducentes a la generación de la necesaria confianza, imprescindible en democracia. Y el gobierno de España no está al margen de esta ola apopléjica, muy al contrario, la sufre con toda su crudeza y dramatismo. ¿Qué hacer? ¿Qué profilaxis será la adecuada y que preservará de este foco apopléjico cerebral que, políticamente, amenaza con la destrucción de la conciencia colectiva?

Las soluciones nunca podrán venir de golpes de timón, ni de radicalizaciones a go-gó , ni de exasperaciones incontroladas y faltas de fundamento. No. El remedio satisfactorio debe ser algo más serio y profundo: un advenimiento cualitativo a los tiempos pasados que sembraron ilusión y suscitaron esperanza; una desdramatización de la relación entre ética y política como patrón del comportamiento en el quehacer de la cosa pública , y, por último, una sensible conformación social en la que los ciudadanos sean gobernados por el mejor de los ejemplos gobernantes.

¿Qué ocurrió en España en octubre de 1977? En aquel mes, este país asistió al maridaje entre una ética sostenible y una política necesariamente solidaria. De este matrimonio nació un sueño optimista y sacrificado que se bautizó como Los Pactos de la Moncloa. Acuerdos económicos y políticos, refrendados y asumidos por todo el arco parlamentario --con la excepción de Alianza Popular en cuanto al acuerdo político-- que consiguieron romper la galopante tendencia inflacionista, evitando, con ello, la catástrofe que se vaticinaba a las puertas de la consulta en referéndum para la Constitución de 1978, e iniciar unas reformas que España estaba reclamando año tras año, demostrando, a su vez, la eficacia de la política de consenso para la normalización de las grandes cuestiones de Estado.

Hoy, España no está muy alejada del escenario donde se representaron aquellos pactos, precedidos por el famoso Documento Fuentes ; en aquel informe, de 101 folios, cuyas condiciones mínimas eran: hacer más progresivas las medidas fiscales, mantener el poder adquisitivo de salarios y pensiones, lucha decidida contra el paro, prestar mayor atención a la pequeña y mediana empresa, solucionar problemas seculares de agricultura y pesca, transformación profunda de la empresa pública, de la Seguridad Social, del urbanismo, etc., etc. Más o menos, las exigencias de hoy. Por eso, España debe hospitalizarse en el consenso para mitigar, y, en su caso, curarse de la apoplejía que le afecta a todo su organismo político, evitando un ictus irreversible del que todos seremos responsables, y, por extensión, todos damnificados.

Hoy, España debe recuperar, día tras día, el predominio de la anticipación ilusionada; su gobierno y oposición deben inventarse ejemplos de conductas que, a través de ellas, solidaricen el comportamiento colectivo de todos sus ciudadanos. Es, precisamente, en la concepción política como fuerza creadora donde estriba la más profunda diferencia que distingue a unos países de otros.

España no está tan falta de talento como para no saber cuál es la receta que, por interés general, necesita a toda costa y urgentemente, repartida entre diecisiete realidades. Esta prescripción, con su fórmula magistral, debería contener la decencia y la dignidad políticas que, sin duda, son medicinas antiapopléjicas. Un tratamiento de choque que devuelva la necesaria salud...

* Gerente de empresa