Llevamos ya algún tiempo que, ante tantas ciudades --diecisiete-- españolas aspirantes a conseguir la capitalidad cultural para el 2016, se estén planteando sus opciones como si se tratara de una de las pruebas más duras del atletismo: los 400 metros vallas. Hay que salir lo antes posible y con toda la rapidez que se pueda sin desfondarse, salvar los obstáculos y llegar a la meta el primero aunque sea por décimas de segundo. En esta prueba atlética las cifras son lo que importa: metros, pasos entre vallas, tiempo... Y me da la impresión, por lo que veo y escucho, que son también las cifras lo más importante para conseguir la nominación a la capitalidad: número de firmas que se adhieren, hoteles, museos, red de carreteras... Y estoy convencido de que todo ello tiene su valor y no tanto de que a todo se le llame cultura. En estos últimos tiempos han surgido muchas culturas; cultura de esto, cultura de aquello. Y entre tantas definiciones académicas y populares me quedo con la del jesuita padre Llanos --el del Pozo del Tío Raimundo--, que dijo que la cultura es aquello que nos queda cuando se ha olvidado lo que aprendimos. Y es verdad, porque en estos momentos no se el año que nació Maimónides ni la época del comienzo de la Mezquita ¿emirato o califato? Ni tampoco cuántas torres fernandinas hay. Pero sé que están ahí, en su espíritu, en su legado, en sus edificaciones, en el aire.

Yo rogaría a quienes tienen la potencia de elegir la capitalidad que vengan sin prisas, que pasen sosegadamente por nuestras calles, anónimamente. Que observen sus paredes y se adentren en casas, palacios y tabernas dialogando con sus gentes y escuchándolas en el sentido machadiano del término. Que respiren, en una palabra. Y si cuando se vayan no se han empapado de todo esto y van pensando solo en pistas de aterrizaje y plazas hoteleras, de verdad lo digo, lo siento más por ellos que por nosotros.

Salvador Miranda Crespo

Córdoba