Los jueces han elevado su desafío al Gobierno al amenazar con una huelga dentro de unos meses, después de paralizar, ayer, los juzgados con un poco disimulado subterfugio: sumar a la huelga legal de secretarios judiciales, sin servicios mínimos, la convocatoria de juntas de jueces. Al innegable tufillo corporativista que tiene esta protesta --que nace, no se olvide, de las sanciones por un clamoroso error judicial que derivó en el asesinato de una niña-- se suma el oportunismo de quienes no han dudado en poner contra las cuerdas al Gobierno cuando han visto que se les ponía la lupa sobre algunas de sus incomprensibles actuaciones. Es seguro que el actual Gobierno, como todos los anteriores, no ha cogido por los cuernos el toro de la justicia. Basta con una somera visita a cualquier juzgado para comprobar que la modernidad allí ha pasado de largo. No solo es un problema de la aplicación de la informática o de los más simples criterios de productividad: la desmoralización y la desidia se palpan en casi todos los despachos. ¿Se arregla eso con una huelga de jueces? Claramente, no, porque eso sería cargarle el muerto al Ejecutivo. E igual que el Gobierno no debe interferir en la justicia, los jueces no pueden arrogarse competencias del Gobierno. Procede que el Ejecutivo, que tiene la responsabilidad en la dotación económica, luche con fondos públicos contra las tremendas carencias de la justicia. Pero también que los jueces se pongan a trabajar en mejorar un servicio público que, en parte por su culpa, es el peor valorado por los ciudadanos.