Nació hace 74 años en Córdoba y lleva impregnada su esencia por donde quiera que va. Pero si antes de oírlo hablar con su inconfundible acento andaluz de todo lo bueno que atesora su tierra te fijas en la planta de este señor tan alto y circunspecto, tan serio hasta que pone a correr su ironía fina, lo primero que piensas es que estás ante un lord inglés que hubiera dejado aparcados el bombín y el paraguas. Y es que, si no gentleman de cuna noble y educado en Oxford, Francisco Campos es todo un caballero forjado en la escuela del saber estar y sentir, un aristócrata del vino que se ha pasado la vida mimando a todo el que se le acercaba de una manera infalible: con buenos caldos sustanciosamente acompañados y una total entrega a su negocio, que es también su mayor divertimento. Y como antes o después uno cosecha lo que siembra, ahora le llueven los homenajes al menor de los nueve hijos que tuvo Domingo Campos , el fundador, hace justo un siglo, de Bodegas Campos. Anoche, por ejemplo, el Consejo Regulador Montilla-Moriles rindió tributo a este aristócrata de la taberna, cordial, generoso y aficionado a cuanto suene a cultura popular. Lo hizo no por su labor en la empresa familiar (de la que es alma y llama viva aun en la distancia), sino por su buen hacer al frente de El Pimpi, el establecimiento malagueño al que, a comienzos de los años setenta, trasladó el espíritu acogedor y discreto --también su buen gusto en la decoración-- del buen mesonero que lleva dentro. Amén, por supuesto, de servir de embajador de los vinos cordobeses en la ciudad costera. Así, Paco Campos supo hermanar dos ciudades, ahora enfrentadas a cuento de una escurridiza Capitalidad Cultural en 2016, a través del vino y la amistad. Convendría tomar nota.