Cada año, cuando llega septiembre, no puedo evitar el recuerdo de mis días de colegio, de mi cartera con los cuadernos por estrenar, de las manos de mi padre cuyos dedos siempre estaban manchados de tiza, de las de mi madre sacando el falso al pantalón que se me había quedado corto. Cuando las calles se acercan al futuro con los pasos de los niños que vuelven a las aulas, yo también vuelvo por unos instantes al patio enorme, a la cuesta que anunciaba todas las letras del abecedario, al tobogán por el que se enredaban multiplicaciones y poemas leídos en voz alta. Recuerdo agradecido a mis maestras y a mis maestros, recupero sus voces y descubro en mi memoria el hilo de sabiduría con el que tejieron en mi espalda unas alas que todavía no han dejado de crecer. Recuerdo como alguna maestra nos contó quien fue él que le dio nombre al espacio en el que yo empecé a descubrir que solo los valientes saborean el verdadero sentido de la vida. Un día incluso tuvimos que hacer una redacción en la que todos repetimos, con nuestra caligrafía aún dubitativa, las hazañas oficiales de aquel cuyo nombre permaneció cuando mi colegio dejó de ser nacional y se convirtió en público. Tuvieron que pasar muchos años para que yo descubriera la verdadera biografía de ese nombre que tanto aparece en mis recuerdos de infancia. Fue así como empecé a comprobar que mi memoria, como la de este país, estaba llena de lagunas y, lo peor, de mentiras, de injusticias, de silencios. Apareció entonces ante mí el verdadero Angel Cruz Rueda . El represor, el silenciador de maestros, el vencedor que pisoteó a los vencidos. El desgarro me desveló, antes de que el legislador lo convirtiera en derecho, la necesidad de cerrar heridas y completar una transición que se había hecho olvidando la dignidad de los perdedores. Y que ese era un proceso que debía comenzar por mi propia memoria. Así fue como un día destruí, hasta convertirla en pedazos minúsculos de papel, la redacción que un día escribí sobre Angel Cruz Rueda. Al romper aquel papel fue como si estuviera dándole vida a todos los nombres que él contribuyó a borrar y a todas las voces que gracias a tantos como él no volvieron a escribir versos de Antonio Machado en las pizarras.

Por todo ello, también cada septiembre, cuando vuelvo a Cabra, uno de esos pueblos en los que un Ayuntamiento ahora de izquierdas convive aparentemente feliz con una virgen como alcaldesa perpetua y no duda en gastar dinero público en la exaltación de creencias privadas, no puedo evitar un cierto desgarro cuando compruebo que ese nombre sigue dominando como un faro las aulas en las que niños y niñas esperan que alguien les cuente la verdadera historia de su país y de su pueblo. Me duele comprobar cómo la cobardía o, peor aún, la indolencia, ha permitido que 30 años después alguien que contribuyó a quemar los sueños republicanos de educación y cultura siga dando nombre a una escuela pública. Unos sueños que siguen siendo la gran tarea pendiente de una democracia que aún no ha entendido que el compromiso con la educación supone mucho más que el reparto gratuito de libros y que sobre todo tiene que ver con el entrenamiento de una ciudadanía no domesticada. Esa que debería empezar a forjarse en los niños y en las niñas que hace unos días han vuelto a las aulas, con el sol del verano aún en sus rostros y con unos cuadernos, en los que sin que ellos sean conscientes, empezará a escribirse el porvenir. Como los niños y las niñas de Cabra, mi pueblo, ese pueblo cuyos representantes, a estas alturas de septiembre, deberían recibir un curso acelerado de laicismo aunque eso les supusiera perder algunos votos. La memoria de los silenciados por Cruz Rueda lo agradecería y el futuro de nuestra democracia también.

* Profesor de Derecho Constitucional