Tras la resaca de la Eurocopa, donde no solo valió la victoria, sino el buen juego desarrollado por la selección española durante todo el campeonato, cabe hacerse algunas reflexiones. Sin duda, el seguimiento del fútbol fue masivo; la alegría se desató por todos los lugares del territorio nacional, sin excepciones, incluyendo Cataluña y el País Vasco (por mucho que los nacionalistas, que son una minoría, lo intenten ocultar o minimizar); una euforia desatada que tiene que ver con una nueva manera de vivir y sentir el fútbol (mas allá de la vivencia agónica y el tono apologético y exaltado de los nuevos comentaristas deportivos).

No se trata de que el fútbol pueda ser representado como una nueva religión, en la que se dan fuertes elementos de comunión, de sentimientos y aficiones compartidas, en una sociedad individualista y atomizada, incomunicada, en la que, por fin, se produce el gozo, la exaltación y el delirio colectivos. Nadie en su sano juicio confundiría el fútbol con una religión, aunque tengan muchos elementos en común. No tiene que ver solo con el simbolismo, con los colores de un equipo, ni con el tomar parte en una gesta épica con el fin de "hacer historia", aunque sea solo en el terreno de juego.

Resulta claro que ese simbolismo, en el caso de la selección nacional, puede teñirse de connotaciones políticas (revanchismo de un nacionalismo contra otros); o mostrar maravillosas paradojas (que las nacionalistas periféricos se puedan sentir también nacionalistas centrales; o sea, que alguien se siente profundamente catalán y español, vasco y español, especie de cuadratura del círculo que los nacionalistas creen que no se puede dar pero que, de hecho, siempre se ha dado masivamente y se sigue dando, como ha quedado patente); o hacer que se muestre la unidad de esa España invertebrada, que está invertebrada pero no rota, porque aún consigue vibrar al unísono siguiendo a la selección española en su épica frente a otros países, como Rusia o Alemania.

Todo eso es cierto pero no es suficiente. En mi opinión, la verdad del fútbol, que se muestra en la pasión por el juego como tal, radica en que el fútbol, como arte de jugar al balón, con maestría, precisión, arrojo y técnica, es un símbolo mismo de la vida: la vida es una lucha, un juego, que necesariamente es espectáculo. Eso, y no otra cosa, es posiblemente lo que volvía locos a los romanos cuando acudían al circo: ver que la vida es una lucha hecha espectáculo.

* Profesor