En nuestros comportamientos actuamos como siempre lo ha hecho la tribu según las estaciones. Adaptarnos a ellas en cuevas, en el agua, al aire libre o, ya en la modernidad, bajo el chorro del aire acondicionado. En Córdoba, supongo que desde el tiempo de los tartessos, la población ha sabido buscarse un verano acorde con las temperaturas. Para no morir entre julio y septiembre, que es cuando no queda más remedio que volver a dar la cara por lo del colegio de los chiquillos. Al amanecer, los circuitos anticolesterol y bajos en azúcar están a rebosar de deportistas esporádicos, pero cuando la radio deja de hablar de política y entra de lleno en lo cotidiano (uno llega a pensar que la política sólo es cosa de telediarios y de mañanas de transistores) los cuerpos, sobre todo en fin de semana, se ocultan bajo la sombra del hogar con las ventanas cerradas o se tuestan, libres, en el sol de las piscinas. Luego, la comida, la siesta, el sopor de media tarde y, por fin, la noche, cuando se levantan toldos y persianas y la vida, en semioscuridad, retorna en forma de fiesta. Son las horas apropiadas para la cultura del verano, esa que en Córdoba bulle en conciertos esporádicos, en el Festival de la Guitarra, en las Noches de Embrujo del Alcázar de los Reyes Cristianos, en el Teatro en los Patios, en las verbenas de barrio o en los cines de verano, la forma, ésta última, más castiza de hacerle un corte de mangas a las temperaturas y refugiarse en el bocata, la cerveza y el sueño de una película. La noche es el sino de Córdoba en verano. Por eso me extraña tanto que convoquen para esta tarde, a las siete, en Las Tendillas, una protesta de cuerpos desnudos sobre bicicletas. Ellos sabrán si a esas horas el skay de los sillines es el mejor recurso para sostener una manifestación.