Cuando era más joven solía aventurarme en esa selva que es a veces el conocimiento del prójimo, aun a sabiendas de que mi instinto me hubiera advertido de que esa o tal persona no solo no convenía a mi razón, sino al frágil jardín de mi corazón. Aun así, y salir abofeteado por partida doble cuando practicaba eso de poner la otra mejilla, seguía en el filantrópico empeño de no juzgar al que me maltrataba hasta no saber el por qué lo hacía. Pensaba, en mi ilusión, que si era capaz de desvelar esta última circunstancia podría intentar ayudar a cambiar a mi maltratador. El caso es que después de haberme llevado más tortas que en una clase de artes marciales, no solo sigo sin comprender cuáles son los mimbres de un maltratador, sino que he llegado a pensar que además de que se hace, nace así. Por lo tanto, y ojalá descubra otra fórmula más fraternal, lo único que me queda es que cuando atisbo a uno de estos elementos pongo pie en pared o hasta pies en polvorosa. No obstante, hay situaciones en las que uno no puede hacer ni una cosa ni otra. Así fue recientemente como sucedió en la caja de un supermercado en la que yo esperaba cola. Resulta que una señora de mediana edad, esbelta y con rictus de catador de vinagre se disponía a pagar su cesta de la compra. Con aire de despropósito entregó su tarjeta de crédito a la cajera que parecía en aquel mismo día haber estrenado tinte de pelo, trabajo y dieciséis años. La pobre chica con los dedos engarabitados por la inexperiencia no conseguía hacerse con el dichoso aparatito lector de tarjetas. No habrían pasado ni dos minutos cuando aquella terrible señora comenzó a insultarla. La joven, arrebolada de angustia, rompió a llorar. Los demás tragábamos saliva. En aquel justo momento tuve una certeza: Dios puso a Caín una señal en la frente, tal vez para advertirnos de que la solución a esta locura solo la tiene él.

* Publicista