"Todo termina así. Todo concluye sin que ningún mortal pudiera descifrar el enigma". Estas palabras de Rafael Balsera , casi al final de su Agora silenciosa , las he recordado horas después de que un amigo común, Pedro Roso, me llamara para decirme que había muerto. Inevitablemente miro hacia atrás y recuerdo tantas horas juntos, la complicidad durante los muchos años en los que todo en nuestro país se había convertido en ágora silenciada. Eramos de la misma edad -él tres meses menor que yo- y los dos estábamos traumatizados de por vida por una adolescencia en la que fuimos espectadores forzosos de acontecimientos imposibles de olvidar. En él, ante todo, el fusilamiento de su maestro, una pérdida que marcó su vida de dos formas: una, de manera consciente, como recuerdo de su figura; la otra, quizá sin él saberlo, como forma de hacerlo revivir mediante su propia dedicación al magisterio y con la misma manera generosa, desinteresada, de ejercerlo.

Rafael Balsera tuvo, en efecto, vocación de maestro y era consciente de la decisiva influencia que podía tener en el niño, y sobre todo en el adolescente, un maestro como encarnación vívida de ejemplaridad; sus antiguos alumnos lo pueden decir.... Y sintió otra pasión, por desgracia nunca satisfecha: el teatro. Yo no sé de dónde o cómo surgió esta vocación, pero leyendo sus obras uno atisba que, para él, el teatro, más concretamente, la tragedia era, como en los clásicos, la manera de encarnar, en el sentido literal de esta palabra, el de mostrar en carne y sangre y hueso los grandes temas de la vida humana: la frustración, la derrota, la culpa, la muerte. En el teatro de Balsera no hay moralismo, pero sí moral.

Rafael Balsera era una persona de una delicadeza inusual. A veces podía parecer que se quedaba corto, pero quienes le conocíamos sabíamos que su discreción expresaba el respeto al otro, al espacio privado del otro. Por eso observaba, miraba, pero callaba, a la espera de que se le dijera algo; y si no se le decía, se mantenía en su sitio y guardaba silencio. Le era imposible, en cualquier caso, recurrir a la rudeza. Su bondad emanaba naturalmente, no como virtud sino como manera de ser, y esa debió ser, sin duda, una de las razones por la que fue querido por más de los que quizá pudo imaginar.

Y en los años de la dictadura estaba en donde era necesario estar, siempre con ese aire de despiste que le confería su miopía. Cuando pasaba todo, nos hablaba de su antiheroísmo; más claramente, de su miedo. Pero él estaba donde debía estar. Nuestra amistad se mantuvo hasta el final. En una ocasión, hace ocho años, recorrimos durante una semana buena parte de Marruecos mi mujer, él y yo. Desde Tánger, por Larache --en su cementerio la tumba de Jean Genet --, a las ruinas romanas de Volúbilis, a Fez, etc. Su sentido del humor, que le permitía ironizar sobre sí mismo, y su curiosidad eran más fuertes que sus condiciones físicas. Cuando lo veía prometíamos llamarnos. Pero su delicadeza, su temor a molestar le hizo inhibirse más de lo que deseábamos los que ahora no podemos hacer ya otra cosa que recordarle.

* Psiquiatra