Hacer teatro en Córdoba es llorar. Es difícil encontrar una ciudad en la que haya menos espacios dedicados a las artes escénicas y en la que cueste tanto levantar proyectos que tengan que ver con el arte de la "falsedad bien ensayada" y el "estudiado simulacro". Basta con preguntar a las muchas compañías que han muerto en el intento o a los cientos de jóvenes con talento que tienen que emigrar en busca de escenarios. Por ello no me debería haber sorprendido que una vez más esta ciudad, que insiste en ser capital europea de la cultura cuando a estas alturas todos dudamos de la realidad de ese sueño, le haya dado la espalda, de momento, a un proyecto teatral. Cuando hace unas semanas conocimos el proyecto de convertir el Mercado del Alcázar en un nuevo espacio para la creación, para la cultura, en fin, para la vida, muchos fuimos los que nos alegramos. Una iniciativa privada parecía abrir senderos inéditos en una ciudad al tiempo que ofrecía argumentos más que suficientes para la revitalización de un barrio que necesita nuevos bríos. Sin embargo, la alegría ha durado poco tiempo. El equipo de gobierno municipal ha decidido que, junto a equipamientos sociales, el espacio sea cedido al IESA y ha dejado en el aire en qué lugar podría ubicarse el proyecto teatral. Una vez más, como tantas en cuestión de cultura, la eterna cantinela de los espacios, el tiempo lento y la eterna espera.

Este episodio, que seguramente no provocará movilizaciones ciudadanas similares a las que están surgiendo para evitar el cierre de algunas tabernas, viene a ser una más en la larga lista que parecen condenar a la categoría de cenicientas a las políticas culturales de esta ciudad. Esas que tan ardientemente se defienden desde una progresía políticamente correcta y que llenan folios de promesas electorales que luego nadie se siente obligado a cumplir. Una progresía que, en esta ciudad, incluso se siente incómoda cuando desde la libertad de expresión se contradice sus posiciones, y que incluso acaba comulgando con la pasividad más reaccionaria y con el pensamiento más blando, es decir, el que esquiva el pluralismo, los matices, los grises, la posibilidad de cuestionar los poderes establecidos.

Con estos mimbres es imposible que esta ciudad salga del letargo y, por supuesto, que se sitúe en el liderazgo cultural de Europa. Porque difícilmente puede serlo una ciudad que le cierra tantas puertas al diálogo y que deja escapar iniciativas que la acerquen a la contemporaneidad. Una ciudad que confía solo en las servidumbres de lo público para hacer cultura y que tan pocas facilidades ofrece para que las instancias privadas se impliquen en la construcción de un tejido del que carecemos. Una ciudad que aún no es consciente de la importancia de determinadas decisiones para generar no solo espacios, sino también, y es lo más importante, hábitos culturales.

Por lo tanto, y a falta de teatros en los que mirarnos y redescubrirnos, habremos de conformarnos con mirar atentamente el escenario en el que habitualmente representan sus papeles nuestros políticos y nuestras políticas. A los que tal vez no nos quede más remedio que recordarles, tras sus ruedas de prensa, ese bolero que dice "perdona que no te crea, me parece que es teatro". Y a los que incluso, como contrapartida a la eterna campaña electoral que viven, todos deberíamos cantarle eso de "que bien te queda el papel, después de todo parece que esto es tu forma de ser". Ahora ya solo queda esperar que mientras que nuestros políticos gastan tiempo y energías en buscas alternativas al proyecto del Teatro del Alcázar, el IESA nos aporte argumentos sociológicos que nos expliquen ese intrusismo profesional de nuestros representantes y nos aclare, si sus investigadores lo estiman necesario, por qué los cordobeses y las cordobesas vamos tan poco al teatro.

* Profesor de Derecho Constitucional