Las constantes apelaciones de Josu Jon Imaz --el líder vasco de más acendrada prosapia liberal y abierto talante-- a toda suerte de pactos --transversales o no-- entre las fuerzas democráticas del país a fin de frenar la nueva ofensiva de ETA, han provocado y provocan temores y suspicacias nacidas de una patrimonialización excesiva de lo español o, más comúnmente, de la simple ignorancia de nuestra historia.

Esta, sin embargo, demuestra con patencia que desde la implantación de una verdadera democracia política, es decir, desde los días de la Segunda República, el espíritu y la praxis del pactismo presidieron la marcha del movimiento creado por Sabino Arana a finales del siglo XIX. En el inicio de dicho régimen lo practicaron con todos los sectores conservadores, esto es, carlistas, tradicionalistas y meramente tradicionales, para alcanzar un régimen autonómico, antesala para Aguirre y el núcleo de sus seguidores de la independencia. Fracasado el Estatuto de Estella --14-VI-1931-- en setiembre del mismo año por la oposición del Gobierno Provisional, poco permanecieron los peneuvistas en el redil de la Tradición, reforzándose después de la frustración del segundo intento autonomista en junio de 1932 --"Traición más grave aún --exclamaría Aguirre ante la defección navarra-- que la de Vergara"...-- la deriva hacia el entendimiento con el PSOE iniciada ya meses atrás. Naufragada igualmente la tercera tentativa autonomista en el marco del primer bienio republicano en noviembre de 1933 por el desenganche ahora nada menos que de Alava, los dirigentes nacionalistas buscaron para su proyecto el acuerdo con los radicales, que, centralistas a ultranza, se avinieron a ello por puro y descarnado tacticismo.

Pero el ruidoso aunque fugaz abandono parlamentario de la minoría peneuvista en la primavera de 1934 aguó otra vez la firme esperanza en que, secundando el ejemplo dado por Cataluña con la obtención de su Estatuto en setiembre de 1932, Euskadi lo lograra un bienio ulterior. El retorno a la legalidad parlamentaria fue, como acaba de recordarse, más rápido que la reanudación de los trabajos de la comisión nombrada al efecto en la primavera de 1935, que llegó a la disolución de las Cortes, sin haber terminado sus deberes.

Como es bien sabido, a las elecciones de febrero de 1936 concurrió en solitario el PNV, con gran escándalo de los sectores conservadores de todo el país y el declarado enojo del Vaticano. Sin embargo, tal circunstancia contribuyó grandemente a avalar las credenciales democráticas de los nacionalistas ante los socialistas y la burguesía progresista, facilitando el camino para la elaboración definitiva de un Estatuto para el País Vasco. La puesta en escena fue sobremanera efectista al estrecharse, a mediados de abril de 1936, cordialmente las manos de José Antonio Aguirre e Indalencio Prieto para sellar la alianza de sus partidos respectivos cara a encarrilar por su recta final un texto salido del difícil pero posible entendimiento entre formaciones bien diferenciadas. El sentido de la transacción (sin el cual, según el juicio del único estadista de la historia contemporánea español, A. Cánovas del Castillo , no es posible obra duradera alguna en democracia) logró imponerse, pues existía firme voluntad política de hacerlo, y al desencadenarse la contienda civil el Estatuto se encontraba en disposición de ir a la imprenta de la Gaceta madrileña para cobrar fuerza de ley.

Aplazada por imperativas circunstancia su aprobación, el decantamiento del PNV por el bando republicano barrió todos los obstáculos sobrevenidos por tan dramática coyuntura y el 1 de octubre, tras el refrendo constitucional del texto estatutario, José Antonio Aguirre era investido como lendakari del correspondiente gobierno autónomo de Euskadi.

El primer Estatuto de autonomía de Euskadi tuvo, conforme se recordará, escasa plasmación territorial --apenas si la estricta geografía de Vizcaya-- y no menos corta vigencia cronológica --1 de octubre de 1936, 17 de junio de 1937--, pero formó parte sustantiva del imaginario colectivo vasco a todo lo largo y ancho de la dictadura franquista.

Nada tiene, pues, de sorprendente que, remontado el vuelo de la restauración democrática, la recuperación de un régimen de igual naturaleza para el ordenamiento institucional y social del País Vasco figura a la cabeza del programa autonómico explicitado y sancionado por la nueva Carta Magna elaborada por las Cortes constituyentes de junio de 1977. Se levantó entonces la controversia y aún no ha concluido acerca de la aceptación, auténtica y sin reservas de la Transición y su espíritu de borrón y cuenta nueva por parte del pueblo vasco y sus dirigentes nacionalistas. Es lo cierto, empero --lo demuestran con rara patencia las sabrosas y buidas memorias de M. Herrero y Rodríguez de Miñón , españolista vascófilo (lo que debiera ser un pleonasmo...)--, que la mayor parte de los redactores del texto de diciembre de 1978 derrocharon sabiduría jurídica y buena voluntad para que las principales reivindicaciones del PNV hallaran satisfacción en una Constitución flexible y abierta incluso a la discusión y presencia de los polémicos "derechos históricos".

* Catedrático