Hay palabras y conceptos, como el de víctima, que parecen inequívocos, clarísimos, no susceptibles de matizaciones; por ello acarrean en cualquiera y de inmediato calificaciones o sentimientos muy simples.

Tener lástima a la víctima de lo que sea, de un terremoto, de una avenida, de un bombardeo, de un crimen... es una reacción natural que normalmente conlleva buenos comportamientos humanos, como el compadecimiento y la ayuda.

La víctima es respetada, escuchada, auxiliada; parece justo y necesario.

Ahora bien, como en todos los órdenes de la vida, dada la natural malicia humana, hay entre las víctimas muchos pescadores en río revuelto: unos se hacen pasar por víctimas sin serlo; otros en vez de ayudar lo que tratan es de beneficiarse, otros se toman el pie además de la mano que se les tiende y se creen portadores de un cheque en blanco y legitimados para dictar sentencia ante todos y sobre todo, como si fueran seres superiores.

No hace mucho se descubrió que la persona que más había brillado como víctima de los campos de exterminio nazis --libros, conferencias, explicaciones in situ, presidencias de asociaciones-- no estuvo jamás internado. Sencillamente, un impostor.

No es de extrañar pues que en la avalancha de víctimas españolas del terrorismo haya impostores, manipuladores, fatuos, manipulados... Cuando entre las fotografías de la última manifestación madrileña --inoportuna, como razonaré-- vimos la de algún manifestante que portaba una pancartita que insultaba a Zapatero y lo relacionaba con ETA sentimos repugnancia. Usted, que seguramente ha falsificado el carné de víctima, no me produce lástima, ni comprensión, ni sentimiento de solidaridad. Usted es sencillamente repugnante.

Una víctima indudable, la viuda del senador Enrique Casas , asesinado por ETA, que mostró claramente sus discrepancias con los manifestantes de Madrid, se preguntaba con toda la base lógica del mundo: "Si ahora hay tanto afán para que cumplan sus penas íntegras y De Juana sus tres años, ¿por qué no era así cuando Rajoy era ministro del Interior y excarceló al asesino de mi marido?"

He escrito antes y mantengo ahora que la última manifestación de víctimas ha sido inoportuna. Intentaré demostrar por qué.

Cuando precisamente un macro juicio penal, adornado de todas las garantías y transparencias posibles, trata de establecer la verdad histórica de los atentados de Atocha y de juzgar a los culpables, proclamar en multitud que se quiere conocer la verdad es cuando menos una redundancia. Y cuando más, una falacia lamentable: ¿Es que no creen ustedes que los tribunales son independientes y justos? ¿Es que piensan que todo está amañado por todos para mantener oculta la historia verdadera? Si es así, ¿a quién piden que se sepa toda la verdad? Al Gobierno, no, porque lo están insultando. ¿Vendrá un ser extraterrestre a comunicarnos la verdad? No es probable.

Puede ocurrir que haya mentes opacas y disminuidas que piensen que el único que está en posesión de la verdad y que la hará pública en el momento oportuno es su periódico predilecto.

Expresado así, parece una necedad demasiado evidente para ser sostenida por nadie que esté en su sano juicio, pero indague, lector pensante, indague sin necesidad de salirse del grupo de sus familiares, vecinos y amistades. Comprobará con horror cuántos desvaríos ha provocado y provoca la ceremonia de la confusión que con tanto ahínco siembra reticencias y malicias.

Porque lo que no cabe duda es que hay muchas gentes empeñadas en sembrar la confusión y la desconfianza, sin percatarse de que minadas todas las bases, todas las creencias, toda fe política, también quedará destruida su propia base.

Tratando de aniquilar al adversario político a ultranza, se degrada y desprestigia a toda la clase política, porque como a todo ataque corresponde una respuesta, y a veces si el ataque es fundado, la respuesta lo es más, empieza a circular mierda por todos los vasos comunicantes: los políticos son unos corruptos, unos parlanchines inútiles, cada uno va a lo suyo, el partido es lo único que les interesa...

Y ya sabemos a dónde lleva ese despeñadero: a la búsqueda de un salvador de la patria. Y se encontraría siempre uno dispuesto a creer en su misión divina, adornado de todas las grandes virtudes de los dictadores: la crueldad, la intolerancia, la corrupción...

Y vuelta a empezar.

* Abogado y escritor www.rafaelmirjordano.com