En estos días previos a la fecha de la Navidad cristiana me gustaría disolverme en el anonimato más absoluto, que no me enviaran cientos de correos electrónicos cargados de buenas intenciones, aunque algunos huelan a moralina barata de conciencias absolutamente solubles a los efectos especiales de estas fechas. Tengo que agradecerles la buena intención, que se acuerden de mí y de mis referencias personales, aunque me acabe empalagando tanto mensaje de postal y pastel que echo de menos en las malas horas del resto del año. Pero ¿qué es lo que ocurre en estos días para que todo quisque, incluso los más duros de corazón, se vuelva tan sensiblero? He pensado que pueda deberse a la navidalia, palabra perfumada de lirismos materialistas y falsas abducciones. La navidalia es una especie de camelo que nace con el encendido de las luces navideñas de la ciudad y que deja de ser cuando la noche de los Reyes Magos ha pasado y nos ha vuelto a reconciliar con la áspera realidad de la vida. La navidalia es un trámite de felicidad artificial que nos sumerge en un arrobo cuantificable según el tanto tienes tanto vales al contemplar el escaparate luminoso que te promete un sucedáneo objetivo del paraíso en la tierra, hasta donde tu nómina alcance. Más que los corazones endulzados son los bolsillos endulzados los que conocen la bienaventuranza de estos días que el espíritu navideño, pagano y materialista y nada cristiano, convierte en una ilusión tan fatua como la luz fugitiva de un cometa.

De una manera o de otra todos queremos tener los bolsillos endulzados. Y aún más por estos tiempos de la navidalia presuntamente feliz. De alguna manera también todos queremos ser abducidos y seducidos por el sortilegio de la Máquina y su azaroso compañero el Bombo, ambos criaturas del Destino. Como ya escribí en cierta ocasión, un optimismo congénito, tradicional, hace de la Máquina, del Bombo y del Destino depositarios de lo más sagrado de nuestra fe. Eso también es religiosidad. Y mañana, 22 de diciembre, como todos los años, unos trozos de papel con unas cifras mánticas y mágicas convertirán la navidalia, para algunos, en el cielo que pretendemos alcanzar aquí en la tierra, tal vez el verdadero, el que nos interesa, por si no existe el cielo prometido. Para nada queremos asimilarnos a Diógenes, aquél deslastrado objetivador del ascetismo que, embutido en su caparazón de resistente, fue capaz de sobrevivir a todas las tentaciones del Estado de bienestar de su tiempo. La mitología nos lo moralizó metido en el tonel que tapaba sus desnudeces haciendo frente, con estúpido candor, a la magnificencia de Alejandro Magno. Aunque todos sabemos que la tentación es muy traidora y que, según las malas lenguas míticas, hasta Diógenes llegó a ser seducido en aquella ocasión en la que llegó a fabricar monedas falsas para poder comprarse una túnica que no estaba al alcance de su precario poder adquisitivo.

En los tiempos del filósofo griego no había navidades. Ni la Máquina ni el Bombo habían nacido de los devaneos del Destino que sólo anunciaba contingencias fatales con el único fin de convertirlas en tragedias griegas. Estaba por venir la navidalia con su presuntuoso eslogan materialista: "Amate, sobre todo, a ti mismo con cargo a tu tarjeta de compras". Un fascinante amor, qué duda cabe. Impuesto por el espíritu capitalista que ha usurpado las funciones del espíritu navideño de antaño, cuando éramos felices adorando al belén con sus pastores de cartón haciéndose pequeños al lado de sus ovejas descomunales. Aunque es cierto que en aquella asimetría había verdadera simetría: sólo era la Navidad para todos, ricos y pobres, sin dependencias consumistas, como ahora sucede.

En una viñeta de El Roto una anciana de las que están bajo el umbral de la pobreza relativa acusa a su televisor de maltrato psicológico. Maltrato que se hace obsesivo para muchas personas durante la época de la navidalia. Quédese para los descendientes de Diógenes esa estúpida frase de que no es más rico quien más tiene sino quien menos necesita. Las contradicciones entre los humanos deseos y la posibilidad de satisfacerlos o no se convierten en estos días en testimonio de desigualdades. Será por eso por lo que la navidalia, cuanto más viejo soy me parece más triste. Y aún más en esta ciudad nuestra económicamente deprimida, con una de las más altas tasas de paro del país y un nivel de pobreza relativamente importante. Que el Bombo, criatura del Destino, reparta suerte mañana para los que verdaderamente la necesitan.