Ya sabíamos que no era oro todo lo que reluce y que la macroeconomía, con sus datos maquillados, tapa los agujeros negros de la pobreza de este país que se dice desarrollado, que iba bien con Aznar y se dice que va aún mejor con Zapatero, que crece no sé cuánto por encima de la media europea. Pues tal vez sea así, no seré yo quien discuta los bellos discursos de los economistas y los políticos bienpensantes. O tal vez sea sólo esa eterna anomalía de la cuestión del reparto (¿quién se ha llevado el trozo de la tarta que, como ciudadano, me corresponde en este estado de riqueza que nos predican?). Oro por fuera y blanco por dentro, en la inopia absoluta de este dato: uno de cada cinco españoles se encuentra por debajo del umbral de la pobreza relativa. Un dato alarmante. Inequívocamente igual que hace diez años. Gobierne quien gobierne. Un dato fuera del discurso optimista de nuestros gobernantes, economistas y voceros del cuento de la lechera. ¿Qué España iba, va, irá bien, señores políticos? No habrá discurso, bello discurso que pueda responder a esta pregunta. Tenemos el salario mínimo más mínimo de Europa, las más exiguas pensiones. Ni siquiera un Gobierno socialista se preocupa, realmente, de atender a esta urgente necesidad: que todo ciudadano disponga de lo suficiente para vivir con dignidad. El 44% de nuestros ciudadanos no puede permitirse pagarse unas vacaciones fuera de casa, ni tan siquiera de una semana. Quédese para los bellos discursos el optimismo rebosante.

De bellos discursos está hecha la historia de este mundo. Con palabras se tapan los agujeros negros. Y ¡ay de aquél que se salga del guión! Entre lo falso y lo verdadero del lenguaje político sólo subyace una evidente verdad: la conservación del poder por parte de quien circunstancialmente lo detenta y sus deseos de no incordiar, de no molestar a la clase dominante. Así en política como en economía. Esas son las reglas del juego. "Lo primordial es mantener al pueblo en la ignorancia, escamoteándole la verdad, por omisión lisa y llana o por la desinformación". Palabras del discurso de Harold Pinter, de un discurso desgarrado, en la entrega (a la que no ha acudido, por estar enfermo de cáncer) del Premio Nobel de Literatura. Y aunque esas palabras no vayan referidas a la situación económica sino a la situación moral de este mundo desigual, sirven en los dos sentidos. Son un imperativo ético esencial.

Hay un lenguaje obsceno que es el del panfleto. Solemos escucharlo en ciertos mensajes cotidianos, desde la publicidad engañosa que pretende embaucar con sus cantos de sirena nuestros incautos oídos, hasta las declaraciones de tal o cual personaje que parece estar en posesión de la verdad absoluta, cuando la verdad es siempre relativa. De ese lenguaje se hacen ecos los medios de comunicación y lo transmiten tal cual, sin el menor rubor. Y funciona. La gente puede creer en el panfleto con la misma ingenuidad que en un mensaje de publicidad engañosa. Es cuestión de sólo dos palabras: formación, para el que la recibe, y desinformación para el que la difunde. Si se trata de domesticar los gustos de los usuarios, nada hay tan fácil como una buena campaña de televisión. Moviéndose en las arenas movedizas del lenguaje hay sujetos y empresas que se hacen ricos en un tris. Se manipulan, sin el menor problema de conciencia, los gustos de la gente, sus opiniones y sus prejuicios. Miren, si no, cómo ha funcionado la campaña contra el consumo de cava catalán, a propósito de un Estatuto del que lo único que sabe la gente es que nos va a traer todos los males y las plagas bíblicas. Lo que está tan lejos de la realidad como aquellas palabras sobre las armas de destrucción masiva de Sadam con las que ciertos políticos engatusaron a tantas personas para ir a una guerra que sólo obedecía a intereses económicos de Estados Unidos.

Y como me he desviado del objetivo de este artículo de opinión, que no es otro que ese dato alarmante de la pobreza relativa de una cuarta parte de los españoles, debo decir que ese dato ha pasado como de sigilo, no ha ocupado portadas de la prensa ni los telediarios. Se pasa, como de puntillas, cuando es el dato, en esta ocasión, lo verdaderamente obsceno. Responde a una sangrante realidad. Afecta a tres segmentos de nuestra población: los viejos, las mujeres y los jóvenes. No se puede dejar para mañana la respuesta política, ética y económica a este dato. Pero no habrá tal respuesta. Sólo son "injusticias soportables" del Estado de bienestar que no quitan el sueño.