"Nosotros no torturamos", ha proclamado Bush. Pero esta promesa, que suena más a desafío de abusón de escuela que a palabra de líder es, sencillamente, falsa, y el presidente lo sabe. Las imágenes de Abú Graib mostraron al mundo entero que EEUU ha conculcado las normas internacionales que este país había defendido siempre. Se echó la culpa de aquellos horrores sobre algunos malos soldados que fueron llevados ante la justicia.

Pero luego supimos que lo de Abú Graib pasó después de que el general encargado de los interrogatorios de Guantánamo fuera enviado a Irak para endurecer los métodos de interrogación. Que el propio cuerpo judicial castrense puso objeciones a las nuevas reglas elaboradas por la Casa Blanca y el Pentágono, que violaban las normas que regulan en el Ejército el trato a los prisioneros. Que la CIA ha mantenido a gente encarcelada en agujeros negros, una especie de prisiones ilegales en un grupo de países entre Tailandia y la Europa del Este. Y que ha cedido prisioneros a países conocidos por torturar a sus presos.

Por todo ello, dos de los pocos senadores republicanos con servicio real en el Ejército --John McCain y Lindsey Graham-- elaboraron un proyecto de ley para reafirmar la oposición norteamericana a la tortura y su compromiso con el derecho internacional y las convenciones de Ginebra, como ha descrito siempre el código de conducta militar. Tras la aprobación de ese texto por el Senado, el vicepresidente Cheney pidió una exención para la CIA y los prisioneros que mantiene. Y Bush amenazó con utilizar el primer veto de sus años de Gobierno para anular esa norma que sólo obliga a EEUU a no torturar a prisioneros. Aquí no torturamos, dice el presidente. Pero esta Administración ha torturado a prisioneros en agujeros malditos repartidos por todo el mundo, y esta Administración exige que cualquier ley le otorgue el derecho a torturar cuando lo considere necesario.

Desde el mundo de los Cheney-Bush-Rumsfeld, la tortura aparece sólo como parte de la autoridad del presidente como comandante en jefe. Cualquier cosa que él ordene es legítima en esta guerra contra el terror global. Nada se sale de los límites. El derecho internacional no tiene vigencia. Las normas tradicionales que el Ejército ha mantenido con orgullo deben ignorarse.

Y la oposición más dura contra esta arrogancia no procede de los movimientos pacíficos, sino del estamento militar. El Ejército de EEUU se siente orgulloso de su forma de tratar a los prisioneros de guerra. Los terroristas de Al Qaeda, evidentemente, no se rigen por estas normas civilizadas. Ellos decapitan a los prisioneros y lo graban en vídeo, y les torturan para aterrorizar a los demás. Pero este desprecio total hacia la vida humana es lo que les convierte en terroristas y bandidos. Es una profunda vergüenza para nuestra Administración hacer descender a nuestro país a tales cloacas.

Los horrores de Abú Graib muestran el cinismo de nuestra Administración. Los memorandos de la Casa Blanca argumentan que las Convenciones de Ginebra no pueden aplicarse en las guerras contra el terrorismo. Las nuevas orientaciones expedidas por el Pentágono legitiman para el Ejército de EEUU prácticas macabras. Altos oficiales viajan a Abu Graib y a otros países para asegurar que se está pegando sin guantes. Y a continuación, cuando se hace público --y el único pesar de Rumsfeld fue que el tema entrara en el dominio público--, se culpa a las tropas por alinearse con el mal. Los peces gordos se libran, mientras que los pequeños van a los tribunales y acaban en las cárceles. Estas atrocidades las sufren no sólo los prisioneros de quienes se sospecha, a menudo erróneamente, de complicidad con los terroristas. Se va alimentando el odio entre los mil millones de musulmanes repartidos por el mundo. La afirmación de Bin Laden de que estamos librando una guerra inmoral contra el islam gana credibilidad. En cambio, nuestra afirmación de que representamos la ley contra las fuerzas del terror pierde todo vigor a la vista de las políticas de la Administración. La credibilidad de EEUU queda hecha trizas por las mentiras y los movimientos esquivos de la Administración.

El Congreso debería aprobar esta ley que mantiene vigentes las normas básicas. Si el presidente la veta, demostrará una vez más que sus políticas se burlan de sus promesas. Y a lo largo y ancho del país, los que se consideran civilizados, los que se creen gente de fe, deberán alzar su voz contra esta atrocidad. Es el buen nombre y la seguridad de nuestro país lo que este presidente se está cargando con su desacato a la ley.