Con fascinación y escalofríos asistimos a los repetidos y a veces trágicos asaltos contra las murallas alambradas de Melilla, llevados a cabo --con técnicas y artimañas de asedio medieval-- por disciplinadas columnas de jóvenes subsaharianos. En otras zonas (Canarias, la isla italiana de Lampedusa, las costas de Grecia, Chipre, Malta, la isla francesa de Mayotte cerca de Madagascar), los invasores llegan de noche --si no zozobran--, a las playas en silenciosas embarcaciones, como antaño hacían vikingos, normandos y sarracenos. En Europa y otras partes del mundo rico, muchos tienden a considerar a esos asaltantes como agresores, delincuentes o hasta criminales. Algunos reclaman mano más dura para repeler a los intrusos, menos miramientos, y adopción urgente de medidas más radicales. Más vigilancia, más policía, más Ejército, más expulsiones... Sin parar a preguntarse por qué causas esas personas están dispuestas a correr tantos riesgos para, en definitiva, poner por precio vil al servicio de nuestro confort y alto nivel de vida su fuerza de trabajo.

Para empezar a entenderlo hay que recordar que el Africa subsahariana es una de las regiones más pobres del planeta. Con una pobreza extrema que se explica por diversos factores. En primer lugar, la trata de esclavos, crimen y genocidio que vació durante siglos al subcontinente de millones de sus hombres y mujeres más jóvenes, sanos y fornidos, obligando a comunidades enteras a vivir escondidas y aisladas en las profundidades de la jungla, sin contacto alguno con los progresos de la técnica y de la ciencia.

Luego ha de rememorarse la colonización de Africa, impuesta a sangre y fuego, a base de guerras, exterminios y deportaciones. Todos los poderes locales que osaron oponerse y resistir a los conquistadores portugueses, británicos, franceses, alemanes, holandeses o españoles fueron aplastados.

Las potencias coloniales establecieron de modo autoritario una economía fundada en la exportación de materias primas hacia la metrópoli y en el consumo de productos manufacturados producidos en Europa. Así, Africa perdió en los dos tableros. Y esa doble explotación, por lo esencial, no se ha modificado. Por ejemplo, Costa de Marfil, primer productor mundial de cacao (40% del total) nunca ha podido desarrollar una industria chocolatera exportadora. Igual se puede afirmar de Mali o Níger, dos de los principales productores de algodón, quienes se han hallado en la imposibilidad de montar una verdadera industria textil. Y eso porque, en general, las tarifas aduaneras excesivas impuestas por los países importadores ricos a los eventuales productos elaborados en el Sur arruinan toda posible competencia con los productos fabricados en el Norte.

Los países desarrollados quieren conservar la exclusividad de la transformación de las materias primas, o, en el marco de la globalización liberal, aceptan deslocalizar sus fábricas hacia China donde la mano de obra es hábil, dócil y, sobre todo, barata, pero no están dispuestos a invertir en Africa, ni a desarrollar en este continente un sector industrial importante. La división internacional del trabajo, efectuada en favor de los intereses de los países del Norte, atribuye a Africa negra un rol subalterno, marginal, lo cual impide a esta área entrar en la espiral virtuosa del desarrollo. Las fabulosas riquezas mineras y forestales del continente africano son vendidas a precios de saldo, para el mayor enriquecimiento de nuestras empresas importadoras y transformadoras. De ese modo, no se crean empleos ni siquiera en las industrias agroalimentarias, que es el sector básico a partir del cual se puede edificar un verdadero desarrollo agrícola, y más tarde industrial. Por eso también, Africa es el último continente que aún conoce con regularidad crisis alimentarias, y hasta hambrunas como la actual de Níger.

Esta región del mundo, tan a menudo calificada por los medios dominantes del Norte de "subdesarrollada, violenta, caótica" e "infernal", no habría conocido tal inestabilidad política --golpes de Estado militares, insurrecciones, masacres, genocidios, guerras civiles--, si los países ricos del Norte (empezando por las antiguas potencias coloniales) le hubiesen ofrecido reales posibilidades de desarrollo en lugar de seguir explotándolas hasta el día de hoy. La pobreza creciente se ha convertido en causa de desorden político, de corrupción, de nepotismo, y de inestabilidad crónica. Y esta misma inestabilidad desalienta a los inversores tanto locales como internacionales. Con lo cual se cierra el circulo vicioso del laberinto de la pobreza.

Hay que añadir a este escalofriante panorama, la epidemia de sida que está diezmando a la población del sureste del continente y que ya ha creado unos 12 millones de huérfanos. Estas son algunas de las razones que explican por qué hoy día un (o una) joven del sur del Sáhara, en plena salud y a menudo con buena formación educacional, no desea seguir viviendo en lo que es el calabozo del mundo. Quizá con la reivindicación inconsciente de que algo les debemos. Esto es sólo el comienzo, y no se sabe qué tipo de muros habrá que construir para desalentar el flujo. Porque el Banco Mundial acaba de advertir de que la bomba demográfica ya ha estallado, y que ya hay en los países pobres unos 2.500 millones de jóvenes de menos de 22 años que no encuentran trabajo en sus países. Y cuya única perspectiva es la de correr al asalto de las murallas de Europa...