Aún estoy esperando saber quién es Javier Robert, ese presunto parlamentario del "spanish Popular Party" (sic) implicado en los sobornos a Sadam Husein, según el meticuloso informe de Paul Volcker. La verdad es que no confío en que se averigüe nunca quién se esconde bajo ese pintoresco nombre. Hecha la ley --en este caso, el intercambio de petróleo iraquí por alimentos para los sufridos súbditos del sátrapa depuesto--, hecha la trampa: sobornos y desvíos de dinero entre empresas sin escrúpulos y la familia de Sadam, quien se habría embolsado sólo por este concepto 1.800 millones de dólares, a añadir a los 11.000 más obtenidos por el contrabando de crudo a países de su entorno y fuera del control de la ONU. En este asunto todo el mundo parece pringado. Indirectamente afecta hasta al mismo Kofi Annan, por la turbia asesoría de su hijo Kojo a empresas con dudosos contratos con Irak. Lo menos sorprendente es que hayan sido precisamente Francia y Rusia, los dos países más opuestos al derrocamiento de Sadam, quienes encabecen este masivo ranking de 2.400 empresas e individuos implicados en la trama. Los políticos franceses de uno u otro signo hace tiempo que perdieron cualquier credibilidad. Ya durante la presidencia de Mitterrand se descubrió un entramado de favores públicos a fin de captar fondos para el Partido Socialista. Chirac, desde la alcaldía de París, hacía otro tanto en favor de su partido. Así que la Asamblea Nacional hubo de promulgar dos amnistías consecutivas para exonerar a sus propios miembros de responsabilidades penales.

La prueba de que las corrupciones les parecen una fruslería a los políticos franceses la ofrece Jacques Barrot --condenado por ellas y luego amnistiado--, quien ocupa hoy tan tranquilo un puesto de comisario europeo. No es de extrañar, por consiguiente, que la clase política del país vecino, tan ocupada en sí misma y tan despreocupada de la realidad, haya descubierto de golpe que puede tener un Irak a nivel doméstico en su propio territorio, con marginación económica, desintegración social, falta de valores morales y métodos de guerrilla urbana contra el poder constituido.

El escándalo del petróleo iraquí, con todo, no constituye más que la punta de un gigantesco iceberg de corrupción generalizada. Según la organización Transparency International, más de dos tercios de los países del mundo suspenden en honestidad política. Curiosa y tristemente, existe una correlación entre corrupción y subdesarrollo. Los estados más corruptos son, por este orden, Chad, Bangladesh, Turkmenistán, Myanmar, Haití y Nigeria. ¿Cómo ayudar, pues, a que salgan del subdesarrollo unos países en que los gobernantes corruptos se apropian de la ayuda destinada a sus súbditos? Con ser grave todo eso, que lo es, lo peor es que dirigentes de países democráticos no ofrecen un ejemplo suficientemente sólido de honestidad pública. Ahora hace un año, por ejemplo, el primer ministro italiano, Silvio Berlusconi, fue exonerado por los tribunales de un delito de soborno a los jueces. Claro que la sentencia que declaraba prescrito el asunto reconocía que, pese a ello, sí se había producido el soborno.

La falta de moral pública de nuestros líderes se extiende a sus administrados. En el último Barómetro Global de Corrupción, una de cada diez personas consultadas en 62 países reconocía haber pagado sobornos durante el año anterior. La evidencia de que las cosas no mejoran en este aspecto es que el 45% de los consultados opinaba que la corrupción aumentará en el futuro y sólo un 17% confiaba beatíficamente en que irá en descenso. O sea, que la falta de honradez pública no nos inmuta. Ni el descubrimiento de las fabulosas cuentas de Augusto Pinochet y Teodoro Obiang en el banco Rigs. Ni las denuncias de la revista Forbes sobre la presunta fortuna exterior de Fidel Castro o la fastuosa vida parisiense de la viuda de Yasir Arafat. Si hechos de esa magnitud no nos perturban, ¿por qué va a hacerlo el transfuguismo de tantos concejales patrios ligado a recalificaciones urbanísticas en sus municipios? Por esa triste realidad cotidiana, uno tiene dudas más que razonables de llegar a saber quién se oculta bajo el nombre de Javier Robert. Con tantos paraísos fiscales, operaciones cruzadas, sociedades participadas, empresas subsidiarias y demás ingeniería financiera, a estas alturas nadie va dejarse pillar ingenuamente por una trapacería internacional de alto nivel. Por si acaso, ya está el juicio al ex presidente del BBVA E. Ybarra para justificar con él los próximos 10 años de impunidad colectiva.