El cine de Isabel Coixet tiene la virtud de reflejar con maestría los dilemas, las soledades y los silencios de la contemporaneidad. Su mirada de mujer es decisiva no sólo en su manera de contar las historias sino también en su forma de enfocar fragmentos de la intimidad de los que los hombres solemos escapar. En La vida secreta de las palabras la Coixet vuelve a golpearnos nuestros estómagos de acomodados burgueses del primer mundo. Nos da una bofetada con su historia de soledades y, sobre todo, con las cicatrices que Hannah --una estupenda Sarah Polley-- tiene grabadas en su cuerpo y en el alma. Cicatrices que son las de tantas mujeres, víctimas principales de todas las guerras, representación máxima de la vulnerabilidad en un mundo que aún arrastra los lodos de un proyecto ilustrado que las condenó al silencio. Reinas de los hogares en los que casi siempre ha habido un macho dispuesto a usar el látigo. Ese que sigue amparado por una diferencia jerárquica de los sexos que lo convierten en administrador de la justicia y de las bombas.

La terrible historia de Hannah, la contada y la intuida, no ha dejado de perseguirme en estas semanas de merengue monárquico. Me ha acompañado con sus canciones tristes en estos días de debates sobre la necesidad de reformar la Constitución para eliminar la primacía del varón en la sucesión a la Corona. Una discriminación que es la metáfora más real de las muchas que todavía hoy siguen sufriendo las mujeres. Las que no han dejando de conquistar libertades en el Occidente democrático y sobre todo las que han tenido la desgracia de haber nacido en esas partes del globo donde las circunstancias sociales, económicas, culturales o religiosas las tienen recluidas en las oscuras habitaciones de la Edad Media. Mujeres que, como Hannah, son siempre las perdedoras en todas las crisis, las olvidadas en casi todos los libros, las que aún tienen que multiplicar esfuerzos para demostrarle al mundo que poseen las mismas capacidades que los varones.

Por ello, y aunque sea necesaria la reforma de un artículo que contradice el principio constitucional de igualdad, me preocupan más todos los obstáculos que las mujeres, no sólo las infantas, siguen encontrando en el ejercicio de la ciudadanía. Todas esas violencias, expresas unas y subliminales otras, que siguen provocando dolores y renuncias en millones de mujeres del mundo a las que aún se les sigue negando la mayoría de edad. Miles de mujeres que incluso en el primer mundo necesitan de acciones positivas que les permitan superar las barreras que aún les dificultan construir sus proyectos de vida con verdadera autonomía.

Este es el verdadero reto pendiente en las democracias: la revolución que permita desarrollar en toda su extensión el programa emancipador de la Ilustración que invisibilizó a la mitad del género humano. Una Ilustración que luchó contra las jerarquías y estamentos del Antiguo Régimen, incluidas los tronos, y que paradójicamente mantuvo la subordinación de las que habían sido también protagonistas de la rebelión. Tal vez este ejercicio de memoria nos llevaría a la conclusión de que en estos momentos de debate constitucional, no estaría de más insistir en que la verdadera contradicción con la igualdad procede de la misma Monarquía. Una institución que choca frontalmente con la igualdad de todos y todas en el acceso al poder y con la temporalidad en el ejercicio del mismo. No estaría de más recordarlo en unos momentos en que el nacimiento de Leonor contribuirá al reforzamiento mediático de los Borbones. Mientras, los que soñamos con un republicanismo cívico como instrumento ordenador del pluralismo, seguiremos rezando a nuestros dioses de celuloide para que algún día nos regalen un mundo sin reinas ni infantas. Sin reinas del hogar ni infantas legitimadas por la historia. Con mujeres plenamente dueñas de su existencia. Con hombres cómplices en la aventura de cerrar cicatrices e inventar futuro. Ese que se adivina en el rostro de Hannah en el final raramente feliz de la última película de la Coixet.