La poesía, como la mayoría de las expresiones artísticas, no es para multitudes. Tal vez en ese lujo selectivo y minoritario resida su valor. Al presentar un libro, como hice yo el pasado jueves, tienes en cuenta ese dato y excepto a las personas que conviven contigo, a las que te rodean habitualmente, sólo haces partícipes de esa pequeña celebración que es presentar un libro tuyo a un número reducido, casi íntimo, de amigos, de poetas afines y a pocas personas más. El acto, en sí, no requiere más público que los que te conocen, te entienden y te leen o dicen que te leen. La poesía es así, un género superior de la expresión literaria y un subgénero artístico en cuanto su atractivo popular. Tal vez sea por su capacidad de abstracción, como sucede con la música. O un defecto de comunicación en su misma sustancia. A este respecto nunca olvidaré una charla acontecida en uno de los colegios mayores de nuestra Universidad entre el amigo fallecido Pepe Hierro y el reciente académico de la Lengua, Carlos Castilla. Enriquecedor debate el sostenido por un poeta como Pepe y un objetivador, magnífico escritor también, como Castilla.

´Comunicar´ es la palabra clave. Ese sería el diagnóstico. Pasa menos con las expresiones plásticas, aunque no sean multitudes, ciertamente, las que acudan a las exposiciones. Si bien son tiempos de crisis para el arte- tal vez nos preguntemos ¿cuándo no lo han sido?,- hubo épocas en las que las muchedumbres iban en masa al teatro, otro género en decadencia.

El auditorio natural de Lope de Vega, de Calderón de la Barca, eran las masas populares. Teatros y corrales de comedia ponían el cartel de no hay billetes cuando nuestros autores del Siglo de Oro estrenaban obra. El desmedido juego de acciones y pasiones que es el teatro no goza, hoy, de tanto prestigio.

Ni el cine, su sucesor y complemento en el tiempo, es lo que era en otros años que uno recuerda con nostalgia, con aquellas colas que se formaban en las tardes de domingo para sentarse en las duras butacas del Duque de Rivas y el viejo Gran Teatro. Hoy se va a los multicines, pequeñas salas que contienen la indisimulada minoría de espectadores que aún quieren ser seducidos por el atractivo de la gran pantalla y que no se conforman con el sustitutivo familiar del cine en casa. No es gran cosa para un arte de resistencia como el cine. Como todas las expresiones artísticas. Y es que la vida ya no es entendida como un sueño, tal en los tiempos de Calderón. Estos de ahora no son para soñar ni para entender el soliloquio de Segismundo ni para establecer imaginativamente unas relaciones con unos personajes que inducían a pensar, a meditar sobre la existencia humana, puesto que nadie cree que la vida sea una ilusión, una sombra o una ficción, salvo unos cuantos convictos iluminados como poetas, filósofos y orates de carril. Y aun así, contados con los dedos de una mano.

La realidad es otra. Hemos aprendido la afirmación contraria a las tesis de Calderón: es el sueño el que es vida. Estamos en el polo opuesto de Segismundo. ¿Quién entendería hoy la ´mudanza´ de la vida escrita en versos teosóficos por la pluma de nuestro Luis de Góngora : eso de que todo deviene "en tierra, en polvo, en humo, en sombra, en nada"?. Estos mensajes no interesan, ni conmueven, ni son convinciones personales para nadie, como lo fueron en los años del pesimismo barroco.

Hoy, las artes escénicas están invalidadas si no cuentan cosas de la vida que no es sueño, si no sumergen al espectador en la acción de la vida, en la marea de una realidad nada propicia al sueño sino al dinamismo. Sólo cabe pensar que el mensaje ha envejecido. O que el discurso del monólogo de Segismundo, por poner un ejemplo, importa un bledo.

Había comenzado haciendo referencia a la minoridad de la poesía. Gonzalo Torrente Ballester se preguntaba hace veinte años : "¿Bastan sólo unas décadas para que ´no´ se entienda a un poeta?". Mas bien creo que nunca se le ha entendido. El gran teatro del mundo tiene otras cosas en las que ocuparse. Quien escribe poesía siempre tuvo presente que su palabra es humo.

Por el humo se sabe (como en la vieja romanza) donde está el fuego que Prometeo le robó a los dioses para depositarlo en la conciencia e inteligencia del poeta.