El pasado lunes desperté sin encontrarme en el calendario. Tenía la sensación de que en vez de cuatro días habían pasado meses. Habían sido tantas las emociones, los sentimientos encontrados, la incertidumbre, que era incapaz de ponerle nombre a mi estado de ánimo. La noche del 14 de marzo apenas pude conciliar el sueño.

Y no sólo porque el cansancio acumulado me jugara una mala pasada, sino sobre todo porque, casi sin creérmelo, había recuperado la ilusión. Llevaba mucho tiempo presa del escepticismo, angustiado ante una realidad política que nos ponía contra las cuerdas, empequeñecido ante un gigante que nos pisoteaba constantemente desde su prepotencia. En mi cabeza ya no había lugar para tanto discurso plano.

Hasta llegué a sentirme exiliado ante una mayoría absoluta que parecía estar en posesión de la verdad.

El 14 de marzo me di cuenta de que no estaba solo. De que mis heridas eran las de otros muchos y que habían vuelto a abrirse con las mentiras y la manipulación de los días anteriores. De que la guerra, contra la que tantos nos manifestamos hace un año, seguía escociéndonos en el alma.. Y de que el dolor había sido finalmente como el beso que consiguió despertarnos del sueño al que nos había desterrado Urdaci.

Las urnas hicieron posible el milagro. Como debe ser en democracia. Transformaron las balas y las lágrimas en boletos para un futuro posible. La ciudadanía, por más que les pese a los que realmente no han asumido las reglas del juego, se levantó de sus poltronas de falsa felicidad y habló. Harta de silencios y de medias verdades. De chulería y de negación de la pluralidad. La misma ciudadanía que clamó masivamente contra la guerra de Irak, la que asumió y lloró el dolor de las bombas, la que convenía a muchos que estuviera al margen de la realidad, dio un "zapatazo" para acabar con la angustia acumulada y con las vendas en los ojos.

El día 15 me levanté, sin apenas haber dormido, con una sonrisa capaz de tapar mis ojeras. Con la esperanza instalada en mi casa. Con la confianza recuperada en la posibilidad de un entendimiento diverso de la política. Con los ojos puestos en un horizonte de nuevos talantes, en el que la Constitución no sea un arma arrojadiza sino el lar de la ciudadanía. Un "hogar" desde el que superemos la dialéctica amigo/enemigo y desde el asumamos las potencialidades del pluralismo y las bondades de un sistema que se hace grande a fuerza de diálogo y autocrítica. Todo eso es lo que el pueblo español dijo en las urnas hace dos domingos. Aunque a algunos les pese y se les haya atragantado el vuelco electoral. No les vendría mal un buen tónico de principios democráticos con el que aligerar la mala digestión. Sobre todo la de una derecha que finalmente se ha quitado la máscara y que no ha hecho otra cosa estos días que intentar deslegitimar a la izquierda vencedora. Lo único positivo de este lamentable espectáculo, en el que hasta contemplaremos asombrados "mítines de desagravio", es que parece que se hubiera perdido el miedo a hablar de "derecha" e "izquierda". Pareciera que, por obra y gracia del pueblo, el maltrecho "centro" se hubiera esfumado, aunque más bien creo que nunca existió. Ahora comienza el gran reto de dotar de contenidos a las esperanzas generadas. Es el momento de abrir las ventanas y airear las habitaciones.

De dar una mano de pintura a las paredes tristes del invierno. Nuestros representantes tienen más que nunca la obligación de hacer que nuestra democracia sea mejor. Que las políticas sociales recobren el protagonismo perdido, que el diálogo y el debate sustituyan a la unanimidad dictatorial y que la transparencia y la responsabilidad se conviertan en principios éticos irrenunciables. Ha acabado el tiempo de las concesiones y empieza el tiempo de la generosidad. Un tiempo en el que los elegidos tendrán que demostrar que están a la altura de sus electores. Electores que, como yo, cuando despertamos el día 15, y contradiciendo a Monterroso, comprobamos que el dinosaurio ya no estaba allí.