Pasado el día de la gran confrontación electoral, ¿habrá que poner en la hora cero el reloj de nuestra historia?; ¿registrará las 0 horas del 15 de marzo del 2004 el verdadero despegue hacia una España menos insatisfactoria que la precedente? Se cometería, sin duda, un crimen de lesa majestad si no se abriera entonces un crédito mayor o menor de expectativa y confianza al partido o partidos triunfantes en la cita mencionada, pues sus votantes y líderes tendrán legítimo derecho a reclamar del conjunto de la ciudadanía un cheque en blanco de semanas o meses para poner en marcha programas ilusionantes y regeneradores.

Sino que todo o casi todo hace pensar, empero, que algunos de los problemas sustantivos de la vida nacional en estos comienzos de milenio permanecerán por largo tiempo intactos en su gravedad, sin imantar la atención obsesiva de los gobernantes ni obtener, por consiguiente, respuesta alguna de su lado que permita contemplar el inmediato porvenir con cierto optimismo. Incluso el observador más superficial de la última campaña habrá reparado que casi ninguna del amplio elenco de las cuestiones que provocan la inquietud de la mayoría de los habitantes de la España del 2004, se ha definido con precisión y descargado de retórica banal en los discursos y debates de las fuerzas enfrentadas en su lucha por La Moncloa. Fórmulas evanescentes, planteamientos demagógicos prevalecieron en su análisis. La articulación de una España plural sobre los indispensables ejes de un mínimo pero inamovible consenso; el empuje arrollador de una inmigración que exige del Poder y la sociedad una actitud tan firme y nítida como generosa: una enseñanza moribunda que requiere para galvanizarla un tratamiento de choque de rigor implacable y una responsabilidad insobornable ante las generaciones actuales y, muy singularmente, futuras, son temas, entre otros varios de igual o semejante trascendencia, que permanecen vírgenes una vez que el 14-M ha pasado a la historia.

En efecto; ¿qué se ha escuchado o leído en el transcurso de la muy larga contienda electoral que hiciera referencia a la necesidad insoslayable de conjugar armónicamente el patriotismo constitucional con el nacido del sentimiento de pertenencia afectiva a una nación de muy dilatada trayectoria? ¿Qué se ha oído o considerado acerca de una llamada imperiosa a la consecuencia en una comunidad como la española, profundamente egoísta y contradictoria frente a la existencia de un "otro" que aspira a satisfacer condiciones de supervivencia de la especie en un país enfebrecido por el consumismo y dominado enteramente por la cultura de la muerte? ¿Quién ha tenido la insólita fortuna de asistir a mítines o conferencias en que se haya expuesto, sin veladuras ni afeites, la situación agónica de la docencia, la postración lancinante de una de las tres o cuatro culturas que hicieron a Europa...?

Todos ellos --y los que sin dificultad cabe añadir a la corta lista indicada-- son asuntos de hondo calado, situados en el corazón mismo del destino inmediato del país en que vivimos. Pero los ubicados en la base del edificio social, esto es, en la escuela, el colegio y el instituto, semejan encerrar a primera vista una innegable primacía. Sin abordarlos y resolverlos nada podrá sólidamente construirse. La aventura de los grandes pueblos contemporáneos --Alemania, Francia, Japón, la misma Turquía de Kemal Atartuk-- comenzó en los bancos escolares. De ellos también han de partir los caminos que conduzcan a una España capaz de afrontar con éxito los envites del presente. Pero ¿cabe con realismo depositar ilusión fundada en la capacidad palingenésica de la enseñanza española? Sin obliterar la espita de un anhelo que es tan indispensable al clima moral de un pueblo como el oxígeno a su atmósfera física, únicamente un encantador de serpientes o un voluntarista empedernido manifestaría hodierno un juicio halagüeño sobre el estado de la educación española en sus diferentes niveles. Lo que es agible escrutar personalmente, lo que informan fuentes de toda garantía y solvencia --los admirables profesores y profesoras que han hecho donación de su existencia a la muy vieja y siempre nueva tarea de instruir a la infancia y adolescencia-- no puede ser más desesperanzador. Atrofia anímica, anomia legislativa, abdicación moral, dimisión política, sobre un fondo de desconcierto generalizado y apatía estragadora. Panorama estático ya durante los últimos decenios que obtura cualquier proyecto de amplio vuelo sobre la convivencia nacional de los próximos años y del papel mismo de España en el mundo. Desde luego que otras naciones de Occidente no tienen distinto enmarcamiento educativo; pero en la nuestra es donde, desprovista de las defensas y contrapesos de varias de aquéllas, el tema reviste una particular y acaso crucial envergadura. De ahí que, siquiera sea apuntado de soslayo, merezca un tratamiento algo más detenido.