Los manes y penates malévolos de nuestra Historia deberían felicitar a José María Aznar por haber conseguido resucitar a flor de piel la invocación cainita de las dos Españas, tras cuatro años de gobierno con mayoría, con lo que (habitual en la derecha española) la piel de cordero centrista con la que sedujo a miles de españoles para obtener el poder absoluto, fue degradándose hasta adquirir el color grisáceo de la piel de lobo, animal totémico tan desprestigiado en nuestros lares. Me cuentan, asegurándome que es cierto, que en ciertos salones del poder y en las periferias doradas de quienes lo detentan, ha vuelto la moda del reloj de pulsera con la pegatina rojo y gualda y el águila bicéfala coronando la provocación. Circulan por doquier manifiestos de intelectuales y artistas, que yo mismo he firmado, que nos retrotraen a los tiempos del recital de Raimon en la Complutense de Madrid y al "No nos moverán" que aprendimos de Joan Baez en aquellos esplendores en la hierba de la esperanza de la lucha antifranquista. No me cuentan, he leído el artículo de Miguel Angel Aguilar, que, con su fino olfato periodístico hablaba hace unos días del regreso de las dos Españas. Y daba pelos y señales de presagios tan pesimistas que no tuve más dolor que reconocerlo.

Cuando un ministro que ha leído a Shakespeare, lo que supone una lección de cordura, arroja euros despectivos a una periodista y convierte en arenga militar sobre la tardía reconquista del islote Perejil una charla con sus partidarios, es que, como dice mi amiga Balbina Prior en un magnífico alegato sobre la poesía (aunque no venga a cuento, o tal vez sí) "en seguida los teléfonos se descuelgan / y en segundos los motines se desatan". Cuando una ministra, como la señora Valdecasas, dice textualmente que "los socialistas han pactado con los asesinos de ETA", es que los excesos del antagonismo pueden convertir a las palabras en letales armas para romper una convivencia que tantos años costó recomponer. No vale que luego las palabras se den por no dichas, como en los casos de Trillo y la señora Valdecasas. La intención estaba clara y el daño está causado y eso quiere decir que para muchos españoles el lobo ha comenzado a asomar la pata debajo de la puerta aunque luego la esconda. En palabras de Miguel Angel Aguilar "es como si quisieran reeditar los pasados rencores, como si de la convivencia se quisiera pasar a la invalidación del discrepante".

Y si eso ha ocurrido en la precampaña, ya sabemos lo que nos espera de los excesos verbales no atemperados en los mítines que causan cefáleas, depresiones y hasta náuseas cuando se contemplan desde el oasis de la salita de estar y asistes a la ceremonia del insulto, pretendiendo tener más razón cuanto más gritan a la hora del telediario. Pedíamos hace poco, desde estas mismas páginas, una campaña educada. Vemos que es imposible, por más que el señor Rajoy haya ordenado templar gaitas a sus huestes belicosas, no paran de agredir, como si pretendieran, sencillamente, la aniquilación del adversario. Resucita, lamentablemente, el fantasma de las dos Españas, o, como dicen ellos, la España y la antiEspaña, no reconociendo la pluralidad. O victoria por mayoría absoluta o la amenaza del viejo rencor de la derecha apocalíptica : o nosotros o el desastre.

Parece como si no hubiera pasado el tiempo. En los comienzos del siglo XXI, mítines y declaraciones del siglo XIX, consignas como la "izquierda os va a quitar las pensiones". Las dos Españas, cuando hay tantas y tan variadas y tan decididas a convivir en la pluralidad. Pero ¿qué idioma habla esta gente que pretende humillar y destruir políticamente a todo el que no piense como ellos?.

En el maniqueista juego de la destrucción del adversario se van a utilizar, si Rajoy no lo remedia, las más execrables radiaciones del autoritarismo, tan caro a la derecha cuando detenta el poder, que cree patrimonial, y teme perderlo o quedarse sin mayoría para hacer de su capa un sayo, desdibujando, de paso, el concepto de ciudadanía. Tal vez habría que pedirle a Raimón que convoque un nuevo concierto por la libertad para salir de esa especie de estado de excepción que planea sobre tantas conciencias. Aunque sólo sea para acallar los aullidos del lobo.