Hemos alzado en el nombre del tiempo, como en cada prólogo del año, las copas de champán. Nos hemos besado y abrazado con la euforia de las burbujas de la vida manifestándonos los mejores deseos de salud y de amor. Como todos los años. Como todos los años hemos depositado en los desvanes de la memoria las elegías y los proyectos incumplidos. Al cruzar la frontera que improvisamos en el tiempo hemos llenado el compartimento de los presagios de todos los buenos propósitos e inquietudes que nos deben colocar en el punto de partida de la incierta realidad. Y aquí estamos de nuevo como una aljuma, como el nuevo brote de la eterna planta de la vida que nos promete, según la edad, cosechas y vicisitudes, alternativas entre la luz y la sombra en el dudoso bosque en el que acabamos de penetrar. Lo de siempre. En los pasados días hemos estado en estado de hibernación satisfecha o, por decirlo con otras palabras, hemos dejado al margen las rencillas, las incertidumbres y habiendo elaborado un plan de cercanías hemos disfrutado de la tregua de las fiestas navideñas, sin saber realmente qué cosa es ese espíritu de la navidad que cada año ofrece sus degustaciones a quien pueda costeárselas.

A esta fecha ha terminado el simulacro y debemos volver al viejo juego cuyas reglas ya sabemos que están marcadas y cómo y por quién están marcadas. No ha cambiado sustancialmente el esquema. Por lo demás, a cierta edad o más bien a incierta edad como la mía, siempre se tiene la sensación de que no ha caído tan sólo una hoja del almanaque sino que estamos siendo arrastrados por un vendaval de calendarios en la conciencia de la propia finitud.

Así es que algunos sentimos la melancolía de Antinoo, aquel favorito del emperador Adriano que tuvo la propia visión de su término vital aún antes de producirse. Murió ahogado y fue deificado por el emperador. Supongo que debería ser el dios de las elegías de la vida, que son numerosas y todos, hasta los más jóvenes, las tenemos en ese rincón de la conciencia donde se guardan los amores perdidos, las horas de felicidad, las memorias esfumantes. Fíjense qué contradicción: precisamente el nombre de Antinoo, que es de origen griego y proviene del verbo "antheo", significa "el que florece o renace", lo que lo asimila a las esencias de Dioniso. Como Antinoo fue también el nombre de uno de los pretendientes de Penélope, el que se había enfrentado a Telémaco en los albores de la Odisea de Homero. Tal si fuera un símbolo de las edades del hombre, plenitud, decadencia y finitud, así creo recordarlo en un poema de Pessoa, así se diluye como una sombra en las Memorias de Adriano , de Margarita Yourcenar o en las estancias versificadas de Tennyson y en un libro dedicado al bello amante del emperador que se titula Memorias de Antinoo , de Daniel Herrendorf. "Murió Antinoo, el esclavo del placer de Adriano, el cual ordenó que se le rindiera culto", escribió San Atanasio. Y en la memoria colectiva paleocristiana hasta llegó a ser comparado al "moscóboro" o "buen pastor" de la figura de Cristo. Cosas del arte que convirtió al joven nacido en Bitinia en un arquetipo, en una leyenda y en un modélico parangón de la vida que sigue siendo el río de nuestro Jorge Manrique "que va a dar a la mar" como un bolso de mujer en visión personal de un poema que hace días me envió una amiga para mi página "web".

Todo eso de la simbología de Antinoo es un enfoque de la nostalgia del tiempo pasado, de los paraísos perdidos, aunque hay quien piense que lo verdaderamente inevitable es sentir la nostalgia del tiempo futuro, como Tácito o Ernest Bloch. En los infinitos círculos de la vida caben las dos versiones. Y es así como vamos construyendo la trama desde la cotidiana realidad que nos enfrenta a un mundo cada año más cambiante en las costumbres pero calcado de las mismas peripecias, egoísmos y perplejidades de los que vivieron en los siglos pasados. Es el hombre y no el tiempo el que se desvanece como el humo. Tal vez sea esa toma de actitud la explicación del vértigo de esta sociedad tan desquiciada, que vive al día sin preocuparse de resolver los infinitos interrogantes en los que se encuentra atrapada. Mal asunto para los que todavía tienen toda la vida por delante.