Existe una conciencia colectiva de que la llama de esperanza que trae consigo la entrada de cada nuevo año puede incinerar gran parte de la herrumbre que durante el año conquistado vamos todos acumulando en nuestra voluntad.

Quizá ese purgante estado mental en el que la mayoría bautizamos, durante todo el mes de enero, nuestras ilusiones, proyectos y futuribles positivos, no sea otra cosa que un mero acto de supervivencia, donde el sentido común y el instinto lo estamos poniendo al servicio de nuestra salud integral.

De ahí, que muchos comenzamos el ciclo anual compendiando en una doméstica glosa, todos aquellos hábitos, actitudes, circunstancias y oportunidades que, de una manera fehaciente, sabemos que en cierto grado y modo nos perjudican, o, desde luego, no nos convienen, o, en el mejor de los casos, necesitamos contextualizar para poder seguir manteniendo con dignidad ese status de zoon politikon al que todos nos debemos.

No obstante, y según algunos psicólogos, para conseguir los objetivos que nos hemos marcado para los doce meses que se despliegan ante la potencia de nuestra alma, es condición imprescindible ser conscientes del momento personal en el que nos hallamos y de los recursos emocionales con los que contamos.

Es decir, que si no queremos llevarnos un chasco en la consecución de nuestras metas debemos medir nuestras fuerzas y valorar las situaciones que nos rodean.

En mi caso diré que para mí la perspectiva de un nuevo año siempre se me representa alegóricamente de la misma forma: imagino ante mí una vasta e inhóspita estepa en donde el rocío de mi frente y de mis ojos son el único albur que puede hacer germinar, al caer, algunas semillas que creo que me esperan confundidas entre la fe y el polvo que hay en el camino. Encontrar alguna de estas simientes --que de árbol creo que algunas son pues al mirar hacia el pasado puedo ver sus ralas copas-- es mi objetivo anual. Lo demás, no me queda más remedio que dejárselo a mi destino.