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La cohesión constitucional sólo ha sido posible por la defensa que el ciudadano de a pie ha hecho en todo este tiempo del espíritu abierto y flexible con el que se consensuó hace cinco lustros la ley de leyes, superando el maniqueísmo español que históricamente había utilizado las cartas magnas como armas con las que una parte de la sociedad excluía a la otra. En una España donde los símbolos del Estado --como la bandera-- despiertan aún recelo y rechazo, a causa de las secuelas de la guerra civil ahondadas por la dictadura franquista, la Constitución ha sido durante estos años el único referente común del conjunto de la ciudadanía. Y en ella los españoles han depositado la confianza como garante de sus derechos y libertades.

Vaya por delante este homenaje a la gran herramienta de nuestro entendimiento. Un diálogo que vuelve a estar en cuestión. Porque la Constitución tiene problemas, y el fundamental de ellos es que quienes más presumen de quererla la están traicionando. Con una visión cerrada del marco político que estableció la Carta Magna, el Gobierno trata de apropiarse del espíritu constitucional, invirtiendo su sentido y obcecándose en no desarrollarla, y en trabar el Estado de las autonomías que su texto encierra y consagra.

Así, en una progresión constante, ha desautorizado a quienes plantean la necesidad de reformarla, hasta transformarlos en poco menos que en traidores.

Sin embargo, cumplidos los 25 años de vigencia, la Constitución requiere una reforma explícita que la siga manteniendo como punto de encuentro de los españoles, en un Estado descentralizado en el plano político y no sólo en el económico, sin someter esa descentralización a más caminos de ida y vuelta. Hay que retocarla también para que avale de forma inequívoca nuestra pertenencia a la Unión Europea y para que reconozca la igualdad hombre-mujer en los derechos sucesorios a la Corona.

Y hay que adecuarla a los nuevos fenómenos migratorios y a la condición de España como país de recepción de inmigrantes. Entrado el siglo XXI y en plena globalización, la Constitución ha de asumir las nuevas sensibilidades que fijan el mundo de la comunicación como eje central de la organización de la sociedad.

Y recoger, por tanto, la indispensable independencia y pluralidad de los medios públicos.

La Constitución necesita reformas de este tipo que aviven el espíritu con el que fue concebida: mantener en el tiempo los derechos individuales y colectivos y dar respuesta a los problemas reales de la gente.

Precisamente para que, como ha sucedido en estos 25 años, siga siendo de todos.