Entre el alud de informaciones que se han precipitado sobre nuestra atención en los últimos días no ha sido de menor entidad la referida a la futura princesa de Asturias, en su esperanza de que el primogénito del matrimonio principesco se llamará Pelayo. Como el primer monarca de los astures, iniciador de la Reconquista.

Me permito traer a colación el tema porque, en importante medida, el glorioso vencedor en la batalla de Covadonga estuvo relacionado con nuestra ciudad.

Pelayo fue espatario (espadero): nombre que se daba a los hombres de armas de los reyes visigodos, y tuvo amplia relación profesional con Vitiza y Rodrigo, especialmente con este último.

Era difícil predecir que algún día llegara a ser rey de los astures y caudillo de la rebelión contra los poderosos musulmanes; pero la Historia se fundamenta muchas veces en circunstancias imprevisibles o inverosímiles y hace pasar a primer plano ignoradas figuras de conjunto.

Tal fue el caso de Pelayo, aureolado por la leyenda, incrustada con sus hechos auténticos, que hacen casi imposible su separación.

Por unas diferencias insalvables, el indómito visigodo fue enviado a Córdoba, como rehén, por orden de Munuza, el gobernador islámico de Gijón. Residió en nuestra ciudad durante algún tiempo y, por razones fortuitas, gozó de Córdoba cuando ésta asumió uno de sus más importantes acontecimientos históricos: el establecimiento en ella de la capitalidad de la España musulmana.

Fue en época del tercer emir de los árabes hispánicos dependientes de Damasco. El que tuvo por nombre --incomprensiblemente oscurecido-- al-Hurr ben abd-al Rahmán al-Tha-Gafi. Estuvo su mandato entre los años 716 y 719.

Al-Hurr no tuvo tiempo de muchas realizaciones, dado que solamente dispuso de tres años de gobierno; pero los cordobeses de todos los tiempos debemos tenerlo presente en nuestra memoria, porque a su llegada a al Andalus, la capital del emirato estaba en Sevilla y él la trasladó definitivamente a Córdoba.

Según nos asegura Sánchez Albornoz, Pelayo logró escaparse de la capital cordobesa entre marzo y agosto de 717.

La Crónica de Alfonso III asegura que el motivo de la enemistad con Munuza fue que éste pretendía casarse con una bella asturiana, hermana de Pelayo, y que como éste se opuso, el gobernador gijonense, enfurecido, lo mandó apresar e hizo que lo trasladaran a Córdoba, de la que consiguió evadirse.

Cuando Pelayo tuvo conocimiento de que su querida hermana, no sólo había cedido a las pretensiones del galante Munuza, sino que ni siquiera había existido boda, sino una simple integración en el harén del gobernador musulmán, Pelayo --repito-- ardió en indignación, se fue con los astures, y ellos lo eligieron su príncipe.

Los soldados cordobeses que habían sido enviados en persecución de Pelayo hubieron de regresar defraudados; pero al año siguiente, ya bajo el emirato de Ambasa, un numeroso ejército, mandado por Alcama y al que se fue agregando la flor y nata de los militares hispano musulmanes, se le enfrentó en Covadonga. Pelayo lo derrotó y aniquiló. Además, tuvo la satisfacción de que muriera en la batalla el propio gobernador de Gijón, Munuza, afortunado conquistador de su hermana.

Hay otro Pelayo plenamente relacionado con Córdoba. Fue traído a esta ciudad en el año 920, en calidad de rehén mientras que su tío Hemogio, obispo de Tuy, gestionaba su propio rescate. Reinaba en al Andalus ab-al Rahmán III.

Al oponerse tenazmente a las propuestas sexuales del propio califa fue torturado y martirizado. Está sepultado en la catedral de Oviedo. En 1583, el obispo don Antonio Mauricio de Pazos y Figueroa, en su memoria, inició la construcción del Seminario de San Pelagio.