"Es la economía, imbécil". Tal fue la respuesta dada por el desinhibido y juvenil candidato demócrata a la Casa Blanca a su dubitativo y viejo antagonista que ocupaba aún en el verano de 1992 la presidencia estadounidense. Grabada a fuego en la memoria de las generaciones finiseculares como expresión no sólo del peso incontestable de la realidad económica, sino también del estilo de vida imperante en el tránsito del siglo XX al XXI, la frase de Bill Clinton se convirtiría en el santo y seña de la política seguida por gran número de naciones en el cruce de una centuria a otra.

España fue una de ellas. La fuerte ideologización de la era Reagan-Tatcher y del fin del comunismo así como los excesos del discurso neocapitalista habían de dar paso, en el umbral del milenio, a una tercera vía en la que un liberalismo light y una socialdemocracia aguada fundían sus aguas en la exaltación de la sociedad civil. Sin ningún escrúpulo ni reverencia keynesianos, una economía que primaba sobre todo el beneficio individual erigido en dios mayor y único del progreso, insufló las políticas estatales. En los puestos de vanguardia figuró la España de Aznar. Con justeza y razón se ha recordado que el notable ritmo de crecimiento de la economía hispana finisecular tenía unas sólidas raíces en la acertada orientación que le diera un prestigioso ministro de la anterior etapa --Pedro Solbes--, mientras que, de otro lado, su ola se insertaba en la época de bonanza registrada por la coyuntura internacional de las postrimerías del novecientos. Nada de ello, empero, resta valor a la oportunidad y eficacia del rumbo adoptado en la cuestión por el flamante gobierno conservador al implementar unas medidas --reducción fiscal, paz social casi idílica durante un sexenio, privatizaciones a gran escala, etcétera-- que aseguraría, sin grandes tractos, el desarrollo y modernización del país, incluso cuando la tesitura de la economía globalizada acusase, en los inicios del siglo XXI, una ostensible inflexión. Inspector de Hacienda, conocedor de la dialéctica y juego de las macromagnitudes y en excelente sintonía, primero, con un Blair artífice de la espectacular recuperación británica en el recodo de una centuria a otra, y, luego, con un Bush naúfrago en el competente conocimiento de las finanzas pero al frente de la única superpotencia hoy existente, es lógico atribuir a Aznar alguna --o mucha...-- parte en una pauta gobernante en la que numerosos observadores de la actualidad española creen ver la baza capital de su mandato. Medido todo hoy por el rasero de la economía y la prosperidad material de los pueblos, será vano cualquier intento de rebajar la notable estatura de la tarea lograda en su terreno por los gobiernos españoles interseculares rectorados por José María Aznar.

Llegada su adecuada sazón, los estudiosos acaso descubran otras facetas de relieve igual o superior a la indicada en la gestión gobernante del líder conservador. Junto a su infatigable laboriosidad --será, v. gr., difícil batir su récord de asistencia a funerales y homenajes a víctimas del terrorismo--, la seriedad de algunos de sus compromisos, la firmeza de ciertas posiciones muy sensibles a encuestas y valoraciones mediáticas --es bastante probable que biógrafos e historiadores señalen en su haber la preocupación por Iberoamérica--, en choque a las veces con su profeso y declarado "atlantismo", esto es, norteamericanismo bushiano--, armonizable con un europeísmo enragé, que le ha conducido en ocasiones a distorsionar el marco diplomático en el que se ha de encuadrar una potencia media como España, por plausible que sea su deseo de alzaprimar su peso y ascendiente internacionales. No acabará aquí, desde luego, la lista de los méritos y bondades del único presidente español con el que el articulista no ha intercambiado palabra alguna. Muy preocupado por su imagen histórica y con una nutrida cohorte de plumas y voces mediáticas en su redor, de ella saldrán, a buen seguro, los encargados de construir la etopeya inicial para dichos fines. Harto distante, pues, de tal empresa, sólo quisiéramos indicar antes de introducirnos, con suma precaución y conciencia de falibilidad, en la crítica de algunos aspectos de la labor gobernante del líder conservador, que ésta ha de encuadrarse invariablemente en un marco general. Así, por ejemplo, como es completamente doloso establecer el balance de la etapa socialista atendido única o privilegiadamente a su tramo final --en el que una labor administrativa de primer orden fue incapaz sin embargo de borrar el impacto de su "crónica de sucesos"-- igual lo sería en el caso de sus adversarios, los populistas.