El beso, qué tiene el beso..., dice la canción, ¿no? Y debo reconocer cierta intriga en ese complejo proceso de apretujamiento de narices y pómulos, mordisqueteo de labios, jugueteo lingüístico e intercambio de fluidos salivales.

Un beso es capaz de desencadenar verdadera revolución, por lo general sólo afectiva, si bien tampoco se descartan otros tipos de consecuencias políticas y militares. Las razones por las que un beso puede producirnos una revolución afectiva tienen una base hormonal. En el plano psicológico, el beso supone el primer escarceo con el cuerpo objeto del deseo y a veces augura la posibilidad de una profundización en el contacto. Los repentinos cambios hormonales desatan una verdadera tormenta que se manifiesta en la forma de leves temblores, tensión, acaloramiento, sudoración y excitación sexual. Durante un beso ejecutado con pasión e intensidad se liberan endorfinas, unas hormonas imprescindibles para mantener el optimismo.

Besar es una buena forma de expresar las intenciones sin recurrir a las palabras, aunque nunca esté de más decir algo antes de seguir el curso inevitable de los acontecimientos. Además, es un preámbulo necesario para llegar al acto sexual propiamente dicho con un adecuado nivel de excitación. Besar a diario tiene también unos efectos secundarios nada desdeñables: puede ayudarnos a evitar las consultas del dentista; aunque esté feo decirlo, estimula la saliva, que a su vez elimina partículas de comida de los dientes y hace disminuir el nivel de los ácidos que causan las caries y la placa dental.

El beso es un acontecimiento, en el sentido de que no todo los besos son iguales; en realidad no hay dos besos idénticos. Las diferentes formas del beso revelan el carácter, estado de ánimo e intenciones de quienes se besan. Uno puede tan sólo tratar de apoyar los labios contra los del otro y ponerlos en forma de dos hociquitos que llegan a rozarse, como hacen en Rusia, sin ninguna intención sexual; entre nosotros, este beso significa más ternura que pasión y deseo. Luego tenemos el llamado beso invasivo, que lleva al que besa a apoderarse de la boca del otro, hasta dejarlo sin aire; obviamente, este beso pone de manifiesto que el invasor es alguien apasionado que no parará hasta agotar la fuente de sus deseos. Una variante de este beso es el conocido como cazador; el beso cazador se ejecuta empujado por la pasión, y consiste en devorar al otro empezando por sus labios.

Hay también besos de película, de esos espectaculares; en ellos, uno se inclina hacia el otro y, en un gesto romántico, lo obliga a dejarse caer hacia atrás mientras se lo sujeta por la espalda, de forma que su única sujeción es la boca de uno. Y luego está el beso apasionado o ardiente, por el cual los amantes se descubren de repente solos en el universo, sin nadie que los mire y les censure que pongan en él toda la carga posible de erotismo.

Cuando el beso apasionado desciende hacia el cuello, se está buscando un grado más de intimidad; con él se eleva el tono erótico, antes de alcanzar los más ocultos tesoros: los pezones y el clítoris son las zonas más sensibles, pero los besos recorren toda la superficie del cuerpo, escrutando la respuesta del otro, porque cada dos son un nuevo mundo de preguntas y respuestas insospechadas.

Y aquí no tengo más remedio que cortar el acto bruscamente, porque también existe una relación entre el beso y el cáncer.

Un grupo de científicos daneses acaba de revelar cierta conexión entre la llamada "enfermedad del beso" y un tipo de cáncer denominado enfermedad de Hodgkin; el nexo es un tipo de virus, el Epstein-Barr, que se ha encontrado con una coincidencia estadísticamente significativa en sujetos jóvenes y besucones que han padecido ambas patologías.

Así pues, besémonos con moderación, pero sin alarmismos, porque a fin de cuentas la estadística no es una ciencia o, a lo sumo, no es más que una ciencia.