Estoy convencido de que a mi abuela le hubiera gustado ser una de mis alumnas. Condenada a una vida cuyos designios los marcaba siempre el hombre, vió sus días reducidos al calor privado de las habitaciones, al cultivo cotidiano de los afectos, a ese reino donde las mujeres alcanzaban la única sabiduría que se les permitía atesorar. El destino le dio pocas oportunidades de desarrollar su alma inquieta, por más que ella siempre intentara mirar más alto. Como cuando de niña se subía en los árboles desafiando al cielo y a las normas. Como cuando se armó de coraje para dejar su tierra y su casa. Zarandeada por los vientos a veces crueles del destino, siempre encontró un hueco para los versos, para los renglones que intentaba hacer suyos, para las palabras que le evocaban otros mundos. Para la magia que sólo algunos llegan a descubrir.

Mi abuela siempre se lamentaba de haber perdido un cuaderno en el que durante su juventud anotaba poemas y reflexiones y del que, según ella, yo debería haber sido destinatario. Ahora, cuando ella ya ha arrancado la última hoja de su calendario, siento que ese cuaderno no desapareció del todo. Que de alguna manera habita en todas las páginas que hago mías, en todos los mundos que me atrevo a divisar, en cada uno de los escalones que voy subiendo. Ella, que hizo de su casa el horizonte de todas sus virtudes, no ha dejado de caminar conmigo. Pegada a mi espalda, susurrándome al oído, haciéndose oír incluso en el silencio. Como yo recuerdo el tintineo de sus medallas cuando el día no había hecho más que amanecer. Ha estado, y estará, en cada uno de mis pasos y de mis resbalones. En mi aparente dureza y en los pliegues de mi alma desconocida. Como un aliento que llegase de la huerta para recordarme mis raíces y para empujarme hacia el futuro. Como si entre su ciclo concluido y mis esperanzas que hierven hubiera un hilo mágico de saberes y afectos. Como si toda su vida no hubiera sido más que un episodio de otras vidas que continuarán en mis ojos y en los de mi hijo, en nuestra memoria y en la de quienes nos sucederán.

Por todo ello en este inicio de curso, cuando tantas razones tendría para la tristeza, sólo puedo estar alegre. Entusiasmado ante la vuelta a las aulas en las que, como cada octubre, me siento rejuvenecer. Me bastará con mirar los ojos de mis alumnos y alumnas para llenarme de la energía necesaria con la que ilusionarme. Para inyectarme directamente en vena las ganas de hacerlo cada día mejor. Asumiendo que yo también, al ritmo de mis alumnos, iré creciendo, cogiendo estatura intelectual y humana, refugiándome en el calidez de mi grupo como remedio frente a tanta mediocridad circundante. Retornando, como cada año, a la edad de mis alumnos.

Entre ellos, en este otoño de nostalgias y vacíos, me será fácil descubrir a mi abuela. Como si fuera una veinteañera. Una mujer recién estrenada a la vida a la que el destino ha dado la oportunidad de proyectar todas las luces que sólo pudo encender en algunas ocasiones. La imaginaré preguntándome dudas, inquiéntandose ante las decisiones del gobierno, apasionándose con sus políticos de izquierdas, lamentándose del rumbo a veces desnortado de nuestro mundo, apuntándome la frase genial que ha descubierto en el almanaque que parecía ser el reloj de sus días.

De esta manera borraré una vez más el tiempo. Y no me importarán las edades ni los huecos. Tendré alas más que suficientes para volar por encima del fango con el que tan fácil es mancharse, buscando las imposibles respuestas a todas las preguntas. Incluso a aquéllas que uno se hace cuando deja de sentir cercano el calor de un ser querido. Y así, en alianza secreta con mi abuela, iré completando el cuaderno que, sin ella saberlo, yo ya había hecho mío a golpe de versos y esperanzas.