Hace unos días, en la Redacción del diario, Manolo Fernández me decía que los docentes, cuando llega el final del curso, experimentamos una repetición de la infancia. Pienso que más bien reeditamos la pubertad, porque cuesta trabajo recordar cómo finalizábamos los estudios primarios, sin embargo para mi generación todo cambiaba al iniciar el bachillerato, en aquel sistema que se dividía en dos etapas, la del bachiller elemental (cuatro cursos) y la del superior (dos), seguida cada una de ellas por las correspondientes, y temidas, reválidas. Había un último curso, Preuniversitario, que daba paso, tras las llamadas Pruebas de madurez, a los estudios universitarios. Mis finales de curso durante aquellos siete años llegaron siempre en los últimos días del mes de mayo, porque el Instituto de Cabra recibía alumnos de las secciones delegadas, así como por los exámenes de alumnos libres, por lo tanto las clases terminaban muy pronto. Se iniciaba un largo verano en el que con el paso del tiempo variaron nuestras expectativas.

Ahora, desde mi condición de profesor, aunque el ciclo vital y profesional siga las mismas pautas de entonces, son otras las cuestiones que me absorben. Una de ellas, que comenté el otro día durante la presentación de un libro, es la escasa disposición existente en lo relativo al cuidado del lenguaje, y no hablo de la influencia de los mensajes de los móviles, sino de la incapacidad para elaborar un discurso coherente, y me parece que buena parte de la culpa reside en la desaparición del aprendizaje de disciplinas como el latín, que entre otras ventajas tenía la de que nos obligaba a preguntarnos por el origen de las palabras, así como por los cambios semánticos de muchas de ellas. A ello se le une el hecho de que una mayoría del alumnado no es capaz de distinguir entre el lenguaje de la calle, el que se utiliza con un grupo de amigos, y el que sirve como vehículo de transmisión intelectual, no saben superar el lenguaje de lo cotidiano, de lo coloquial, e incluso hay quien te dice en clase que utilizas palabras muy raras, y sin embargo son pocos los usuarios del diccionario para resolver las dudas.

En segundo lugar es preocupante la diversidad del alumnado, lo cual tiene una parte interesante desde el punto de vista pedagógico, pero a veces se producen tales distorsiones que encontramos dificultades para garantizar determinados derechos de los alumnos, empezando por uno tan elemental, y no sólo eso sino también fundamental, como el derecho a la educación. Cuando uno o varios alumnos de un grupo se niegan a trabajar, e interrumpen el desarrollo del trabajo en el aula, no existen medios para resolver el problema. Me parece estupendo que se hable de ese gran cambio que traerá la presencia de la informática en la tarea diaria, que en cada clase dispongamos de un ordenador por cada dos alumnos, pero creo que las prioridades deberían ser otras. A algunos nos gustaría saber cómo se resuelven los problemas sociales de un sector de la población sin suficiente apoyo familiar, mientras que las instituciones esperan a que cumpla los dieciséis años para que se incorpore al mercado de trabajo, momento en el cual habremos mal resuelto el problema.

En los últimos días ha resucitado un viejo tema de debate como es el de la consideración que debe tener la materia de religión, pero esa cuestión espero tratarla de manera más detenida en otro momento. Por último, sólo quisiera añadir que este final de curso tiene algo de despedida, porque se ha cumplido un ciclo en esta serie de artículos que comencé hace ya casi dos años bajo ese denominador común de "Café solo". Ha llegado el momento de descansar, de reflexionar durante los próximos meses hasta que en septiembre reanude mis colaboraciones. Agradezco las opiniones, sugerencias y discrepancias de quienes han dedicado parte de su tiempo a leer estas líneas.

(P.D.: Mi amigo y paisano Octavio Salazar, por su artículo de ayer, pronto ingresará en el grupo de los que somos "egabrenses", así, entrecomillado. Bienvenido).