Dice la teoría que uno de los signos más precisos para acreditar si un sistema político puede considerarse como verdaderamente democrático y no una vulgar chapuza, amparándose en la moda al uso, es la existencia dentro del procedimiento de lo que se llama la oposición, un concepto escasamente definido pero que, al utilizarlo, todos sabemos de lo que estamos hablando. Recordaba en este sentido Andrés Ortega en el diario El País hace unos días el famoso reclamo de uno de los pensadores más respetados, Ralf Dahrendorf, cuando insistía en que la democracia muere sin oposición, lo que significa que el que ésta esté presente o ausente es la prueba del nueve definitiva para legitimar cualquier colectivo que se precie de democrático. País o sociedad sin oposición es una entidad, sin más precisiones, totalitaria. Pasa en esto como en tantas otras cosas de la vida (el amor, la lealtad, los compromisos...) en las que necesitamos utilizar ensayos y evidencias para reconocer como tales lo que dicen ser. Por supuesto que hay muchas modalidades del ejercicio de esta actividad pero las unanimidades absolutas (lo que se llama el voto a la búlgara) no sólo producen hilaridad y carcajada sino que son sospechosas y claramente ajenas a lo que aseguran ser. Bien es verdad que a los griegos no se les ocurrió institucionalizar esta tarea pero la muchedumbre de filósofos, sofistas y oradores que intervinieron en los asuntos públicos ya se encargaron de llevarla a cabo con eficacia.

Sin embargo frente a la teoría, que en el fondo se queda en los libros y apenas llega a manifestarse a la opinión pública, en la práctica la oposición no es considerada sino como algo folklórico, una especie de sarampión obligado, un peaje que hay que pagar y sufrir como resultado de que no todos pueden ganar, un colectivo que está para incordiar, dar la lata y hasta tensionar el ambiente cuando le interesa. Ello es así porque habitualmente la ejerce quien ha perdido previamente las elecciones Por eso tienen tendencia los gobiernos, de cualquier signo y nivel en el ámbito de gestión de la Administración, a menospreciar a los miembros de la oposición, viendo en ellos a unos políticos vencidos, aplastados en unas elecciones y con el síndrome de la derrota marcado en la frente. Y en algunos casos con un punto de resentimiento, en especial cuando las expectativas con las que se jugaba se han quebrado del todo.

El tema sin embargo de la oposición como teoría política necesita ser reivindicado urgentemente no sólo por ser el requisito para entrar en el club de los demócratas sino porque de su buen funcionamiento depende la salud de la cosa pública, de los asuntos generales, algo que muchos ponderan pero que, como en tantas otras cosas, acaban siendo sólo palabras vacías, dichas únicamente de boquilla o de puertas para afuera.

La oposición tiene una doble carátula de presentación. Una, política y otra institucional. La primera viene determinada por el debate que todo grupo social tiene cuando se ponen delante las diversas alternativas para evitar la unilateralidad de un único punto de vista. La institucional, que requiere con urgencia ser regulada, es la actividad encargada por ley de controlar la acción de gobierno para que ésta sea bien gestionada y no suponga abuso de poder. Al mismo tiempo debe ejercitar de transmisor de las quejas, iniciativas, sugerencias y críticas que los ciudadanos querrían decir a quien gobierna, y proporcionar a los ciudadanos las informaciones y los informes que éstos requieran. Yerran gravemente por eso, política y reglamentariamente, los gobiernos de las comunidades, públicas y privadas, cuando se niegan a atender a los requerimientos de la oposición a la que tienen obligación de responder escrupulosamente porque, si bien ésta no forma parte del gobierno, sí está en el poder y por ello tiene que influir en la acción pública.

La interpretación que hoy aceptamos sobre las votaciones es que opción que acumula más votos decide que el partido A ejerza la labor de gobierno, ejecutando su proyecto político, y que el partido B se ocupe de la otra cara de la moneda, la oposición. Mientras esto no quede claro para todos con todas sus consecuencias y sigamos jugando con el equívoco del triunfo y la derrota, quedará incompleta la democracia, al menos en el punto de uno de sus tres principios básicos que es el respeto a las minorías.