Corrían los días del fin de la dictadura cuando el maestro nos mandó pintar un aparato de radio. Yo dibujé uno grande, aparatoso, como el que teníamos en casa, con un cuadro de mandos que parecía más bien el teclado de un piano.

Creí haberlo hecho muy bien, tanto que me dio un vuelco el corazón cuando Don Emilio lo escogió entre cincuenta para mostrarlo al resto de la clase: "¡Cucha cómo se le ha ocurrido a éste pintar una radio!". Quise morirme allí mismo, en mi sillita, al ver que la inocencia con la que yo había pintado mi radio de color rojo fosforito me conducía finalmente al desastre. Ese día me enseñaron que cada cosa venía ya con su color y que casi nada podía pintarse en aquel entonces de colorado.

Por muy fuerte que fuera, aquella lección no llegó a entrarme nunca en la cabeza. Tal vez sea esa la razón por la que me trae sin cuidado estar escribiendo estas líneas con un bolígrafo de tinta verde (si mi maestro me viera, me mataría). Para ser sincero, ignoro cómo ha podido llegar hasta el bolsillo de mi camisa este bolígrafo verde. El blanco del papel es casi inevitable. Y hoy es, para más inri, veintiocho de febrero.

Me atrevería a afirmar que la mayoría de los andaluces todavía somos así. El nacionalismo brota en nosotros sin querer, medio reprimido, casi producto de la traición de nuestro subconsciente. Qué trabajo nos cuesta reivindicarlo. Puede que sea por que ignoramos en qué consiste eso de ser andaluz. Tal vez lo sabemos demasiado bien, pero vemos algo indigno en ello.

Después de milenios de una apasionante historia, la autoestima se nos llegó a caer tan bajo que un genio inmenso como Federico García Lorca se veía abrumado por la mala leche que rezumaba el Como un perro andaluz de sus amigos surrealistas. Nuestra conciencia se volvió tan liviana que permitimos ser redescubiertos (o inventados) por una pandilla de románticos franceses y anglosajones. Nos volvimos tan desprendidos que nos importó un bledo aclarar en nuestros viajes por el mundo que hay algo más que lo que ellos conocen como español es prácticamente andaluz. El "asento", que siempre nos delata, hemos preferido a veces ocultarlo en una actitud camaleónica típica de judíos en tiempos de inquisición o de pogromo.

Yo no he conocido la guerra. Mi experiencia más extrema en este terreno fue vivir una jornada de toque de queda; y fue precisamente en los Estados Unidos, durante aquellos trágicos disturbios de Los Angeles. Aunque yo estaba a cientos de kilómetros de allí, en la Bahía de San Francisco, donde los negros de Oakland, soliviantados igual que los de Los Angeles por la sentencia exculpatoria sobre los policías que apalearon a Rodney King, decidieron manifestarse y romper algunos escaparates. Las autoridades cortaron por lo sano y no dudaron en recortar la libertad mientras lo consideraron pertinente. Así son los americanos: una sociedad de profundas y sólidas convicciones; lo cual no tiene por qué ser malo. Lo malo de verdad es que además tienen el gatillo fácil. Así que a ver quién se atreve a llevarles la contraria en esta Segunda Guerra del Golfo.

Ah, sí, Francia, Alemania Rusia y China tienen su propio plan para desarmar a Irak y de paso mantener sus cuotas de hegemonía y sus opciones sobre el petróleo de Sadam Hussein. Por lo menos, la postura de Aznar y Blair, los monosabios de Bush, está libre de hipocresías: reconocer al que manda y pegarse a él. Lamentablemente, los franceses y los alemanes ya nos han dejado bien claro quién manda en Europa, así que nadie tiene por qué rasgarse las vestiduras ante un nuevo gesto de sumisión de nuestro presidente. A una potencia de tercer orden no le cabe otro juego que éste.

Mucho me temo que la guerra nos va a pillar en pleno carnaval.

Tras un mes de concursos de comparsas, ostionadas, erizadas, pregones y carruseles de coros, la guerra llegará como un absurdo pasacalles y nos reiremos de ella.

"Nadie muere, nadie mata, sólo es el ser que se da", dice la Bagavad Ghita , casi tan sabia como el carnaval.