Opinión
EUROPA EN CONSTRUCCION: 2003
Al cabo de medio siglo de su inicio se atisba ya el fin del edificio. En los comienzos de una centuria menos optimista que los de la precedente --las ilusiones de un avance material acompañado de un progreso moral se han debilitado casi por entero--, la conclusión del primer capítulo de la unidad europea es una noticia en extremo reconfortante. Ya apenas queda fuera de su marco territorio alguno de entidad, pues la ampliación a países de un entorno cultural diferente plantea problemas de enorme dificultad, cuya solución no se atalaya próxima. Cuestión, por supuesto, muy distinta es la incorporación de Rusia, sin la cual, en verdad, Europa quedará siempre mutilada en su historia y actividad. Hasta el día venturoso de su integración, el calendario de la unidad del Viejo Continente no estará consumado. Tal vez los acontecimientos del porvenir inmediato aceleren las ansias unificadoras a uno y otro lado de sus fronteras occidentales.
Por el momento, son las naciones que durante los últimos cincuenta años gravitaron en la órbita de Moscú las que acaban de escribir la página quizá más decisiva hasta el momento de la empresa y proceso más importantes registrados en los anales de nuestro continente en el transcurso del novecientos. Pueblos modelados en parte de su contemporaneidad por el influjo y ascendiente germanos, pero en los que en su conformación cultural e ideológica la principal nación eslava grabó una huella definitoria esencial, más allá de avatares y peripecias políticas.
Son éstos, sin embargo, los que, explicablemente, más van a entorpecer la consecución de las metas que conforman al día de hoy la agenda prioritaria de los sectores más comprometidos en el desarrollo institucional de la Unión. Su Gobierno y Parlamento no pueden demorar más el abordar con entusiasmo y vigor el decisivo asunto de la soberanía supranacional. Los trabajos de la flamante Convención desembocarán en fecha inmediata en una Carta Magna para los veinticinco países que, a partir, del 2004, conformarán el mapa de la Unión Europea. Empero, serán muy pocos los que estén prestos a entrar con plenitud en el nuevo cauce, que continuará siendo más desiderativo que real. Desde luego, los de la última hornada se unirán con calor en este punto a los que de viejo cuño se muestran más reluctantes a emprender la nueva e insoslayable navegación hacia la auténtica unidad del espacio histórico en el que surgió y creció exuberantemente el protagonista de la modernidad política: el Estado-Nación. En efecto, son los elementos económicos los que con mayor fuerza atraen a la actual Europa de los Quince a los pueblos eslavos y balcánicos satelizados por Rusia en la centuria recién terminada. Deprimidos materialmente y con lógicos deseos de estrenar una soberanía hasta ahora ahogada o poco ejercida, sólo de manera muy renitente y por imperativo del guión se adherirán al quehacer de convertir en hechos los artículos de la futura Constitución concernientes al poder territorial y ejecutivo en un escenario grávido tanto de envites y anhelos como de escollos y frustraciones.
Por lo demás, resulta igualmente natural que dichos países se ofrezcan muy reacios a considerar la fórmula federativa como la más adecuada para el logro de la unificación jurídico-administrativa del Viejo Continente. También aquí los resabios de su inmediato ayer juegan en muchos de entre ellos un papel primordial en este escepticismo. Al fin y a la postre, la Unión de Repúblicas Soviéticas no enmascaró más que una hegemonía sin sombra de su núcleo ruso.
A desafíos nuevos, respuestas inéditas. Así se tejió en el pasado la trayectoria de Europa y así seguirá siendo en el porvenir. No hay motivo, pues, para la desesperanza. Tampoco, claro, para la ingenuidad. Al término de más de cinco décadas se está en vísperas de remontar un gigantesco promontorio en el camino de la unidad de Europa. No habrá que desesperar ante la lenta andadura del próximo recorrido. Cuando se está cerca de la cumbre, más escarpada se hace la pendiente.
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