Opinión

O TEMPORA

Una ventaja de la niñez es que no se posee medida del tiempo, ni del cronológico ni del meteorológico. En mis recuerdos infantiles no hay inviernos fríos y lluviosos ni veranos calurosos, tampoco una idea clara de la duración de los acontecimientos. Con cinco años, junto a dos de mis hermanas y mi madre, hice un largo viaje en tren hasta Barcelona; que fue largo lo supe luego, no tengo conciencia de la pesadez de la que habla mi madre (sí la recuerdo afanada permanentemente por mantenernos limpios, en especial cuando ya estábamos a punto de llegar a la capital catalana y era importante que la familia nos viera presentables). No sé si estuve allí mucho tiempo, sí recuerdo los juegos en la playa y sobre todo un día en la plaza de Cataluña, donde pude darle de comer a las palomas, tengo una fotografía, cuando la miro puedo volver a sentir la felicidad que experimenté, incluso me observo en la distancia, como si el niño con dos palomas en sus manos no fuera yo, y por la expresión de su cara deduzco que vivía un instante inolvidable, como efectivamente ha sido. No puedo saber si el recuerdo se habría conservado de no haber existido esa fotografía, aunque dada la cantidad de cosas que guardo en mi mente de aquellos años, sin necesidad de imágenes, creo que sería capaz de describir aquel momento sin necesidad de ver a ese niño rodeado de palomas.

En otros episodios de mi infancia también me juega una mala pasada la dificultad de medir el tiempo en esa edad. Siempre pensé que pasaba una larga temporada durante el invierno en un molino de aceite; allí se desplazaba a vivir una familia, amiga de la mía, porque el padre trabajaba como maestro de molino. Se llama Manuel, su mujer era Rosario, me trataban como si fuera el benjamín de sus hijos; cada vez que lo encuentro y lo saludo, me pregunta si recuerdo cuando iba al molino, y añade que era el único niño con permiso para entrar libremente, porque siempre tuvo la certeza de que no tocaría nada, como así era, en todo caso me limitaba a colocarme a su lado y observar las órdenes que daba a los molineros. A pesar de la relevancia del cultivo de la huerta, mi pueblo es predominantemente olivarero y cuando llegaba noviembre los olores que invadían las calles eran de aceituna, aceite y alpechín, en una época en que los molinos estaban repartidos por el casco urbano. Al lado de mi colegio había uno, su apertura representaba un motivo de alegría, pues se acercaba el momento de ir al molino. Significaba salir de lo cotidiano, cambiar de espacios, de zonas de juego y de amigos. Aprendí a estar solo, a buscar en aquel lugar algunos de los territorios imaginarios de los tebeos: había una selva, y de un momento a otro podía aparecer Tarzán.

Pero lo más apasionante era el funcionamiento del molino, el movimiento ininterrumpido de las piedras y la obtención del aceite, un producto instalado en los códigos de mi memoria, más allá de lo que hoy escucho y leo sobre su calidad. Allí conocí el mundo del trabajo, el conjunto de tareas complementarias que lo componían (la división del trabajo). El emplazamiento estaba en las afueras, cerca de la estación de ferrocarril, en un lugar por el que acostumbro a pasar, y aunque el molino ya no existe, puedo ver la gran puerta verde que yo abría a las cargas de aceituna, en burros, en carros o en un camión, uno solo; veo la ventana del despacho de Manuel, desde el cual controlaba la báscula, y el patio, grande, con montones de aceituna, también era el lugar para comer al aire libre los días de sol. Podría levantar un plano de aquel edificio, sin disponer, y lo lamento, de fotografías. Ahora sé que mi estancia se reducía a unos días durante la navidad, justo después de nochebuena, y hasta víspera de reyes. El impacto del recuerdo no se mide por unidades temporales sino por la capacidad para convertirlo en piezas de nuestra vida. Aquellos tiempos construyeron parte de mi personalidad, e inevitablemente vuelven en los días en que la gente se esfuerza en comprar, perdón, quiero decir en ser feliz.

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