Opinión
DINERO DIOS
El pasado martes, a las ocho de la mañana, y en las puertas de la Estación de Autobuses de nuestra ciudad, asistí al despertar de un individuo de nacionalidad rumana que había pasado allí la noche. En aquellos momentos la temperatura era de cinco grados. Sabemos que vagan por ahí, que pernoctan en cualquier lugar de la intemperie, incluso en jaulas que fueron habitadas por pájaros exóticos, enormes jaulas abandonadas, como ha sucedido en un parque de Jaén.
Tal vez sean ellos pájaros exóticos. Vienen de la vieja Dacia, de las profundidades de los Cárpatos, de las grandes bolsas de miseria de toda la Europa central. Vienen del Rif, del Ecuador, de la sabana africana. De todos los lugares donde el hambre aprieta. Y vagan por ahí buscando trabajo, dinero para sobrevivir.
Ya estamos acostumbrados a ellos. Como la miseria está también globalizada ellos son, en cueros vivos de dignidad, la transparencia del sistema, la piedra en el zapato de nuestra conciencia agnóstica o cristiana. Es un lujo estos días tener un objeto tan inapreciable como la conciencia. Y tan inmaterial. No cotiza en la bolsa de las contingencias del dinero. Lo dijo Horacio con perfecta ironía: "Lo primero es buscar el dinero. Luego vendrá eso de ser bueno". Es en ese axioma moral de la tan perniciosa como materialista institución del dinero en el que coinciden la visión de Atenas y de Jerusalén, de la cultura griega y de la cultura judía, cunas de nuestra civilización occidental. Como coinciden, en el mismo sentido, las grandes religiones que todos conocemos y que, curiosamente, están basadas en la pobreza. ¡Quién lo diría!
¿Qué se ha hecho de las grandes palabras y las sabias parábolas de aquel cristianismo primitivo? Olvidadas están como las feroces diatribas contra el dinero de San Juan Crisóstomo, como las invectivas de Sófocles ("Antígona") en la Grecia clásica, como el Evangelio que predicó aquel judío desharrapado cuyo nacimiento, dilapidando dinero, estamos prestos a celebrar mientras vemos tirados en las calles, durmiendo a la intemperie o enjaulados como pájaros exóticos a rumanos, polacos, magrebíes... que vienen por la aceituna o por la fresa, por esa transparente dignidad en cueros vivos que los hizo alejarse de sus casas.
¿Qué nos conciernen esas vidas? Absolutamente nada. Estamos acuciados por las compras de Navidad. Alarmados por ese suceso del "Prestige" y la nueva versión galaico-madrileña de la "Escopeta nacional". O pretendiendo alcanzar la autoestima rebajada de nuestro salario de parados comprando un billete de lotería. Para todo se necesita dinero. Para comer se necesita dinero. Oimos por ahí hablar de cifras astronómicas como la fortuna inmoral de Bill Gates.
¡Oh, el santo varón de Juan Crisóstomo! ¿Qué feroces diatribas se le ocurrirían ante tanta abundancia y ante tanta carencia? Porque el dinero hace siglos que dejó de ser un "inocente valor de cambio" como defiende, con pérfido cinismo, cierto teólogo norteamericano, irritado sobremanera contra la "teología de la liberación", que sostiene justamente lo contrario.
Ciertamente, aquel judío desharrapado que contó la parábola del rico Epulón y del pobre Lázaro, se convirtió en un peligro social al condenar la incompatibilidad de la riqueza y el culto a Dios. No vivía en una sociedad como la nuestra. Hoy es perfectamente asumible que se puede servir a la vez a Dios y al dinero. Yo diría más: el dinero, en sí mismo, se ha convertido en un axioma religioso y moral, en el gran credo de nuestro tiempo. Esta es la sociedad del dinero. Lo protege la clase política como regulador injusto del contrato social. Su acumulación desorbitada no sólo no merece condenas morales ni anatemas religiosos sino que aumentan el crédito y la estima de los que lo poseen. "Hambre sagrada de oro"..., que diría Virgilio, el dinero se pega a las conciencias como la uña a la carne. Ni Juan Crisóstomo hubiera sospechado que volvería a ser adorado como el "becerro de oro" e incluso elevado a los altares, santificado como un "Camino" de perfección.
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