Sería un topicazo hablar de la calidad de los productos cordobeses, no por ello equivocados, si no hubiera pruebas sorprendentes desde hace años, siglos, de cómo el campo cordobés proporciona algunas de las materias primas mejores del mundo, de cómo el ingenio de los cordobeses, incluso, las han magnificado al transformarlas y de cómo desde Córdoba salieron las primeras doctrinas científicas modernas sobre agronomía, alimentación y salud. Incluso mil años antes de que se hablara de esa dieta mediterránea reconocida en 2010 como Patrimonio de la Humanidad por ser una de las más saludables del mundo.

Basta unas muy breves pinceladas para darnos cuenta de la antigüedad y la calidad de la dieta mediterránea y lo mucho que este hábito de alimentación le debe a Córdoba históricamente. Por ejemplo, con el aceite de oliva de la Bética, en buena parte cordobés, y cómo Roma lo encumbró.

Así lo demuestra en la Ciudad Eterna el monte Testaccio, de un kilómetro de diámetro y 50 metros de alto. Porque... ¿quién diría a los fundadores de Roma, Rómulo y Remo, que con el paso de los siglos la Ciudad Eterna no tendría siete, sino ocho colinas, y una de ellas de arcilla cordobesa? Pues ahí están las pruebas: los restos de ánforas que forman esta colina y que transportaron aceite de oliva, el 80% de la Bética (pueden apostar a que se cargaron en el puerto fluvial de Córdoba) y el 20% restante del Norte de África, todo ello en poco más de siglo y medio desde el II al III dC.

Parte de las ánforas, de 30 kilos de arcilla y cuya carga era de 70 kilos, vertían su carga en otros recipientes llegadas a este punto y eran destruidas por la autoridad aduanera y amontonada hasta construir este paraje de restos de 25 millones de ánforas compactadas que transportaron aceite cordobés. Hablamos de, tirando muy por lo bajo, 1.400 millones de kilos de aceite de la Bética. Impagable el trabajo de años del arqueólogo José Remesal, que también recuerda cómo otra parte del aceite de oliva bético llegaba a otras decenas de puertos del Mediterráneo occidental, hasta Oriente Próximo e incluso a la India.

Ilustración de un tratado andalusí sobre medicina y alimentación. A.J. González

Y es que los avispados romanos ya importaban a nivel industrial aceite de oliva, el producto que si no es la base de la dieta mediterránea sí que supone su piedra filosofal, además de cargar de camino a Roma en Cádiz y Málaga la imprescindible salsa de la época, el garum, y otras delicatessen de la Bética. Porque si la romanización de la Bética empezó pronto, la betificación de Roma, de manos de sus importaciones y de las importantes familias que desde aquí se enriquecieron gestionando ese ingente comercio, fue incluso más rápida.

Algo que no se discutía en Roma por la calidad de los productos y menos bajo el mando de los emperadores de ascendencia hispana Trajano y Adriano. Antes incluso, Marco Gavio Apicio, en su De re coquinaria recogía muchas recetas (los investigadores reconocen que no todas atribuibles al autor, y muchas incorporadas en siglos posteriores) con muchos productos de origen hispano.

Pero la mayor época de esplendor de la dieta mediterránea y de los productos de excelencia que convirtieron a Córdoba en una referencia fue el emirato y califato Omeya, y no porque la población hispana hubiera cambiado de hábitos al comer, sino por las aportaciones que hicieron los sabios andalusíes como precursores de los estudios entre la salud y la alimentación, mil años antes de que en 1949 Leland G. Allbaughal hiciera en Creta el primer gran estudio contemporáneo sobre la dieta mediterránea.

Porque, dejando aparte a Ziryab, que trajo a toda Europa la necesidad de un orden en la mesa, de un mínimo de elegancia en los cubiertos y vajilla y de la salud e higiene al comer, hay que recordar que toda una pléyade de sabios casi imposible de resumir seguían el precepto de la medicina andalusí de que "el equilibrio exacto de los alimentos es el fundamento de la salud".

Basta recordar a Abul-Casim-Zabravi (936-1013) con su enciclopedia Tasrif, un compendio dietético en toda regla (así se entendería hoy) consultado hasta el siglo XVII, sin olvidar otros médicos-botánicos como Ben al Wafid o Ibn Mufarra. El propio Hadray ben Saprub, que hizo adelgazar a Sancho I, conocía como médico esta disciplina y hasta Averroes se adentró en ella.

A la vez, ingenieros y sabios andalusíes forjaron una auténtica revolución verde al mejorar técnicas romanas de riego o al introducir la higuera, el limonero y el naranjo, el arroz o el azafrán, primera especia oriental que creció en Europa Occidental. Ahí está la investigación en agronomía de, entre otros, Aben-Alawanz, con 120 referencias de cultivos en obras consultadas hasta seis siglos después.

La gran batalla de la dieta mediterránea

Siglos de posteriores penurias, con una edad media en la cocina, que en buena parte llegó como reflejo en la gastronomía de la leyenda negra que impulsaron desde Francia e Inglaterra. La cocina de la mantequilla penetró en España siguiendo los gustos de la corte gala. Aunque también sobrevivieron en España platos de tradición judía y morisca a la vez que se abría todo el abanico de la cocina en torno al cerdo, un ganado que se expandió quizá también como una cruzada gastronómica anti-islámica.

Sin embargo, la gran batalla de la dieta mediterránea y de los productos de excelencia de su gastronomía llegaría en la segunda mitad del siglo XX, con EEUU como su gran enemigo y, paradójicamente, a la vez su primer defensor científico moderno. Y es que, por una parte, las penurias de una Europa hambrienta tras dos guerras mundiales y conflictos nacionales, además del papanatismo de imitar lo que llegaba desde Norteamérica, llevó a que se aceptara como modelo a seguir los hábitos de unos EEUU saturados de comida procesada insalubre a mayor gloria de las multinacionales de la alimentación. Aún hoy padecemos las consecuencias.

Por otro lado, también es cierto que Leland G. Allbaugh inició en Creta en 1948 el primer estudio moderno sobre la dieta mediterránea y sus virtudes, que continuarían el fisiólogo Ancel Keys y después toda una larga lista de científicos del mundo, muchos de ellos españoles, sistemáticamente desoídos durante décadas ante los intereses del sector de la comida procesada.

Incluso no fue fácil que la dieta mediterránea fuera reconocida como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad por la Unesco, que rechazó una propuesta del Gobierno español en 2007, aunque en otra nueva propuesta conjunta con Grecia, Italia y Marruecos se aprobaría en 2010. Tres años después se sumarían a la misma Croacia, Portugal y Chipre.

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Paralelamente, la ciencia (también en Córdoba a través de la Universidad de Córdoba, la Etsia, entidades como el Ifapa, y por supuesto, el apostol cordobés de la dieta mediterránea, Francisco Pérez Jiménez) han contribuido a una segunda revolución verde como no se recuerda desde Al-Andalus para potenciar la calidad de los productos del campo cordobés y la excelencia de los mismos y preservar la salud. Ciencia, sentido común y buen gusto, grandes armas para que la dieta mediterránea y sus productos gourmet ganen la batalla en las próximas décadas.

El investigador Francisco Pérez Jiménez, gran divulgador de la dieta mediterránea. A.J. González