Hubo dos cosas que le amargaron su etapa de gestación (cuando el hombre lucha ya por implantar su mundo propio): las urnas y las letras. La primera porque su salida al campo de la política, ya como miembro del Partido Reformista, de Melquiades Álvarez, fue un verdadero desastre. En febrero de 1919 se presentó como candidato por el Puente del Arzobispo (Toledo) y no resultaría elegido. Sería su primera desilusión. En junio de 1920 se presenta de nuevo por el mismo pueblo y vuelve a fracasar. Lo que vino a demostrar que su antipatía natural, su seriedad y también su timidez, no atraía a las masas (cosa que se confirmaría en sus etapas triunfales de la República). Azaña, a pesar de sus ideales democráticos, no era hombre para las urnas.

Tampoco tuvo éxito en sus primeros escarceos políticos en el ambiente más culto. En mayo de 1919, participó en un mitin con un discurso en que ya aparecieron sus primeros ataques directos a la Corona y unas primeras referencias a la posibilidad de una revolución, por la fuerza si fuese necesario, para cambiar el status quo de la realidad española… y es que sus ideas liberales se iban acercando a las izquierdas y especialmente al socialismo. En ese estado mental participa, junto a otros intelectuales reformistas y algunos republicanos y socialistas, en la creación de la Unión Democrática Española para la Liga de la Sociedad de Naciones Libres, que reclamaba una democracia plena para España. Entre octubre de 1919 y abril de 1920 vive, por segunda vez, en París como enviado especial del diario El Fígaro y dimite como Secretario del Ateneo.

Atraviesa y vive la segunda amargura, la de las Letras. No soporta y envidia el éxito que tienen otros escritores como Azorín, Maeztu, Unamuno, Machado, Ortega, Miró o Blasco Ibáñez. La envidia le corroe porque, aunque no se lo diga nadie, él se siente más que muchos de ellos… y esa envidia es la que se va transformando en el resentimiento, que ya no le abandonó mientras vivió. No soportaba ver las librerías llenas de las obras de los demás y que los periódicos y las revistas les dedicasen páginas enteras y que todo lo que él hacía pasara en un silencio humillante.

Así que impulsado por su amigo, y ya cuñado Rivas Cherif, y patrocinado por Amos Salvador, un arquitecto amante de las Letras, en junio de 1920 funda La Pluma, una revista literaria que ambicionaba hacerse como guía literaria del Madrid intelectual, y fue en ella donde comenzó, incluso contra su voluntad y por presión de sus amigos, la publicación de su novela El jardín de los frailes, que fue publicándose hasta 1923 en que la cerró para dirigir la revista España, más política y más intelectual.

Pues bien, por su interés y para conocer en su salsa el estilo serio, cervantino y epigramático del de Alcalá les reproduzco las primeras y últimas páginas de la que sería la mejor novela de su obra literaria:

«La primera vez que oí hablar de los Schlegel fue en El Escorial de Arriba, una tarde de otoño, hace ya veintitantos años. No eran pasto de la murmuración de vecindario de San Lorenzo: se hablaba de ellos en una sala baja, fría, donde un par de docenas de adolescentes, de codos en los pupitres de pino todavía pegajosos de barniz, sufríamos la iniciación literaria. Encaramado en la tribuna, un fraile joven, quebrado de color, escuálido, de boca rasgada y dientes desiguales, nariz aguileña y ojos saltones entreverados de sangre, daba suelta a su elocución caudalosa. De voz insegura, tan pronto ronquilla y velada como chillona y metálica, entre gallos y rociadas de saliva, con el tropel de palabras que le salía de la boca se trompicaba. Era el padre Blanco, uno de los brotes más lozanos que ha dado en nuestra época el añoso tronco agustino. En el aula hostil, la luz cenizosa de noviembre pesaba en los párpados. A tales horas ya nos rendía el cansancio cotidiano. Esforzábamos la atención para no sucumbir al tedio o al sueño. La lección del padre Blanco era, no obstante, soportable como ninguna porque hablaba de cosas inteligibles y amenas cuya inserción con nuestra sensibilidad personal veíamos patente. Teníanle los suyos por crítico literario de primer orden y ponderaban su arremetida contra Clarín, para los frailes arquetipo del impío. Dentro y fuera de clase era el padre Blanco parlanchín y burlón. Los estudiantes le llamábamos fray Sátira. Andaba casi a brincos; cada ademán, una sacudida. Empezaba a toser; ardía en sus pupilas la calentura. Murió algunos años después, creo que en Jauja. Su Historia, que nunca nos dieron a leer, no vale tanto como pensaban.

Nuestra preparación de bachilleres, si juzgo por la mía, era modesta. El que más, recitaba de coro páginas del Campillo, Yo había cursado ese librito en mi colegio de Alcalá y conservaba en la memoria algunas nociones más sólidas: ‘¿Qué son tropos? Formas figuradas de hablar’. O bien: ‘Criticar es aplicar los juicios de la sana razón a las obras literarias y artísticas’. Campillo fue uno de esos catedráticos zumbones, amigos de ensañarse con los alumnos haciendo chistes a su costa. Era exigente y, como decían, clerófobo; al verlo en la comisión de exámenes, los alumnos del colegio de segunda enseñanza se helaban de espanto. Pero los frailes lo amansaban a fuerza de comidas pantagruélicas y vino sin tasa.Tomábase don Narciso licencias increíbles. Una tarde, sentado en el tribunal, como le doliese un callo, se quitó una bota, la puso sobre la mesa, extrajo del bolsillo una navaja y recortado un pedazo de cuero en la parte que le laceraba, se calzó tan campante. Andando el tiempo, alcancé a Campillo en el Ateneo, donde tuvo apestosa fama. Era un andaluz procaz, de ingenio pronto, fecundo en chocarrerías. En la biblioteca de la casa hubo un ejemplar de La Regenta, famoso por las notas que don Narciso le puso al margen. El ejemplar desapareció, ni sé si por decreto de un bibliotecario pudibundo o porque algún bibliómano curioso lo haya guardado para sí. Dos hijos que don Narciso tenía no heredaron la vocación literaria de su padre: tal vez los reverendos Escolapios de Alcalá, en cuyas aulas fueron a cursar la segunda enseñanza, suscitaron en ellos otras inclinaciones y se dedicaron a barristas.

En abril de 1923 volvió a presentarse a otras elecciones y cosechó su tercer fracaso. Eso hizo que se apartara del Partido Reformista y se pusiera ya (sobre todo después del Alzamiento de Primo de Rivera) abiertamente frente a la Monarquía.