pues sí, definitivamente nos han cerrado El Gallo; y digo nos han cerrado porque pertenece a la memoria común de los cordobeses. No es que yo fuera clienta asidua -unas cuantas veces al año- aunque sí vecina desde la calle Alfonso XIII, en cuyo número 12 viví los primeros veintidós años de mi vida; pero cuando nos visitaban los familiares de Ciudad de México o los de Montpellier o los amigos de Barcelona, Logroño, Guadalajara, Málaga o Granada, era escala obligatoria en el periplo que organizábamos por la ciudad, que indefectiblemente pasaba por la Mezquita y las iglesias fernandinas, a cada una de las cuales ligábamos alguna o algunas de las tabernas que les son próximas. Dice un amigo mío, cuando quieres explicarle dónde está tal o cual comercio dándole el nombre de la calle, que en vez de eso, le des el nombre de alguna taberna que esté cerca; que él no se guía ni conoce Córdoba por calles, sino por tabernas.

En los últimos años, el Templo Romano ha formado tándem con El Gallo, en cuyo interior los visitantes observaban, silenciosos y discretamente extrañados, los desconchones de la pared y el abundantísimo y más que ostensible cableado de la instalación eléctrica, cuestión que olvidaban en cuanto cataban el primer sorbo de Amargoso y la tapa de bacalao frito que pedíamos como acompañamiento. Y es que la taberna, palabra que procede del latín y significa tienda, tradicionalmente ha designado un establecimiento de bebidas, pero según las épocas y los países -las tabernas francesas también gozan de fama, historia y mucha literatura- han evolucionado en sus características.

Las tabernas, que en su mayoría continúan teniendo arquitectura y ornamentación populares y mobiliario sencillo, han ido ampliando sus competencias y ofrecen amplias y completas ofertas gastronómicas que las aproximan al concepto de restaurante convencional. Por su parte, los restaurantes de siempre, buscan parecerse a las tabernas.

En Córdoba, las tabernas son santuarios de los buenos vinos de la tierra y reserva espiritual de las comidas tradicionales y populares de la zona, la cocina casera, que recoge todos esos platos, generalmente calientes, coloquialmente conocidos como de cuchareteo, así llamados, no porque los comamos con cuchara, sino por la acción de meter y sacar la cuchara en la olla para revolver lo que hay en ella.

La fórmula agrada y tiene éxito; no hay más que ver las colas de los turistas, esperando que se abran las puertas.